La ciudad del menor
Que Dios reparta suerte, maestros. Hay gente que elige el colegio de sus hijos para atarlos a la amistad de las élites, a las que supone al frente del poder dentro de veinte, o treinta años. De tal forma que, su posibilidad de éxito, de realización, se vincula a las migas con los futuros líderes. Algo así como el tipo que acabó con la compañía de teléfonos porque se codeó en el bachillerato con el primer ministro; o este otro que rescató el ala pívot del falcon de la lista de los listos al evocar experiencias desde el patio del Maeztu. Donde la Demencia. Ahí está, sin tesis doctorales sociológicas, el colegio de León que tuvo en el recreo a dos cancilleres de los siete u ocho del país que sobrevivió a Martín Villa. Es dejar a la criatura en el embarcadero de septiembre y el sistema devuelve en dos décadas a un ministrable, un concejable, una horma con todas las pepeletas y papeletas para la secretaría de tal y el negociado de cual. Eso es espíritu emprendedor. El día de la matrícula asegura que el número, tu número, esté en el bombo del sorteo aunque no toque el premio mayor. Así se diseñan los planes quinquenales de la sociedad que aboca al exterminio de occidente, que es un modelo de civilización que apenas se pudo oler por esta tierra, más allá de la estela que prende los cometas que amenazan con el impacto y, luego, solo se dejan ver en el National. En ese ánimo de encajar a la chavalería en la felicidad por encargo, papás y mamás olvidan que hay una edad en la que te enseñan, y que hay otra edad en la que aprendes. Y esos tiempos no suelen ser coincidentes, lo que empuja al fracaso estrepitoso a esa artillería de campaña, con sus zapadores y sus ingenieros que despliegan todos los conocimientos adquiridos para que la generación más sobreprotegida no encuentre un inconveniente con el que remendar una frustración. Un tropiezo. Un fallo. Un error. La imperfección que engendra cualquier fruto del éxito. La táctica de los pollitos bajo el ala porque la raposa nunca duerme ahondó en la crisis desde el momento en el que los adolescentes empezaron a ver la realidad por la mirilla del tiktok sin saber qué hay en la acera de enfrente. Hubo una vez en la que se escogían los colegios por el celo de los municipales a la hora de la salida de clase. Dependía de la elección que abrasaran a multas o que el mismo agente custodiara el coche en doble fila; mientras la espera.