La pulsión del poder
El autor británico John Julius Norwich llegó a desarrollar una especie de obsesión por Sicilia, y más en particular por ese periodo señero de su historia, entre los siglos XI y XII, en el que la dinastía normanda de los Hauteville la convirtió en un reino que les hablaba de tú a tú al Papa y a los grandes imperios de su tiempo. Se entiende la fascinación de Norwich, porque bajo esa dinastía, y sobre todo en el reinado de Roger II, la isla vivió un esplendor político y cultural del que son cumplida muestra el palacio real de Palermo, la catedral de Monreale o la de Cefalú, con ese Pantócrator de gran tamaño que cuesta no convenir con el escritor británico en que es posiblemente la más bella imagen de Jesucristo jamás materializada por la mano del hombre.
Leyendo Un reino al sol , la obra que dedica Norwich, entre otros, al reinado de Roger II, hay dos sensaciones que embargan al lector. La primera es el peso decisivo que en la personalidad de aquel brillante monarca y en la pujanza de su reino tuvo el fenómeno del mestizaje y el respeto entre culturas diversas. Aquellos normandos, que llegaron a Sicilia procedentes del norte de Francia, propiciaron la pacífica coexistencia entre los diversos pueblos de Sicilia, sin interferir en sus religiones y costumbres: árabes de credo musulmán, griegos de fe ortodoxa, cristianos obedientes al papa de Roma.
Fue así como Sicilia se benefició del virtuosismo de los artistas bizantinos, la ciencia de los sabios árabes o el legado civil de los romanos; y cuando le tocó defender sus logros contaba con la acometividad de las tropas sarracenas, el valor de los caballeros normandos y la destreza naval de los marinos griegos. Roger II, además del latín y la lengua de sus antepasados, hablaba con fluidez griego y árabe, lo que hizo de él un estadista y un diplomático superior a sus coetáneos.
La segunda sensación tiene que ver con la crudeza en que por aquellos días se manifestaba la pulsión del poder: una y otra vez, el emperador germánico y el bizantino porfiaron por reducir a la Sicilia normanda, cuyas tierras ambos reclamaban como propias. Para ello maquinaron guerras, alianzas, traiciones. A quien carece de esa pulsión le cuesta entender el afán de quien ya tiene un imperio por agrandarlo sobre el dolor y la sangre de sus semejantes, pero esa fiebre maligna ha escrito la Historia y la sigue escribiendo. Mucho más que la cooperación y el acuerdo entre quienes son distintos que, aquella Sicilia nos lo atestigua, enriquece y embellece la existencia y la mirada de las gentes.