Los mayores ocultos
El jueves volví a las residencias de mayores con los equipos de vacunación. Nueve meses después, los brazos modelados con el trabajo y ajados por el paso del tiempo, recibieron la tercera dosis de la vacuna. En esta ocasión hubo menos ruido, pero el movimiento dentro de los centros, la organización y las medidas preventivas para evitar al virus se mantienen prácticamente intactas entre una población que, aunque afronta con más tranquilidad lo que parecen ser los coletazos de la quinta ola, es la población con más riesgo de enfermar y morir por el virus. Fuera de las residencias dicen que la vida vuelve a la casi normalidad. Los contagios bajan, los ingresos disminuyen y los bares se abren de par en par. Ya no hay limitaciones de aforos. En las residencias, sin embargo, las visitas siguen controladas, las familias no pueden acceder a todas las dependencias y sólo pasan a las zonas restringidas para los encuentros, pero, sin embargo, los mayores pueden salir a la calle. Fuera del centro se mueven libremente, aunque a las familias no nos permitan acceder a las habitaciones. En una de las residencias a las que fuimos como periodistas nos hicieron pruebas de detección del virus antes de entrar. Sin duda, una persona mayor que vive en una residencia tiene menos libertad que otra, aunque sea igual de dependiente, que permanezca en su domicilio habitual. Es una realidad socialmente aceptada que vulnera derechos fundamentales. Las personas que tenemos familiares en los centros también tenemos miedo que nos impide recuperar la normalidad, principalmente el riesgo de ser una vía de contagio que ponga en riesgo a nuestros seres queridos y toda la comunidad del centro. El cansancio, el desánimo y el agotamiento mental y físico que nos ha dejado esta pandemia no nos puede hacer olvidar a los que son los más vulnerables. Los mayores están ahí, casi escondidos por voluntad propia o por el rigor de la administración por el miedo a revivir la pesadilla que ha marcado para siempre a nuestros mayores. Muchos han muerto, otros viven marcados por la tristeza y el deterioro mental. Este mensaje no puede causar rechazo. No es admisible que después de todo lo vivido y sufrido esta sociedad se olvide de ellos. Los mayores, los supervivientes de este desastre, siguen ahí y corren el riesgo de ser invisibles. Ahora que los bares y restaurantes están libres de aforos miren a su alrededor cuando se tomen un vino. Miren a las caras de los que están en las barras y en las mesas, los que conversan, los que ríen y bromean, los que vuelven a la normalidad. Calculemos la edad de los que llenan de normalidad la actividad comercial y hostelera. ¿No echan de menos a los mayores?. La mayoría, pese a la tercera dosis, siguen en alto riesgo. No nos cansemos nunca de hablar de ellos, de visibilizarlos y defender sus intereses o no seremos merecedores de su legado.