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Las cercanías ortográficas generan enredos semánticos que suelen hacer fortuna en los chistes cortos, los memes y los niños. En una de esas, uno de los veteranos de la Diputación aún recuerda cuando, a finales de los ochenta, apareció una presidenta de junta vecinal para reclamar que su pueblo también quería, como los demás, «un puticlub de esos». Hubo un silencio espeso, roto por una carcajada, después de que aclarara que los guajes necesitaban un sitio en el que reunirse para enredar y ver la tele. La idea la rescata ahora la institución provincial actualizada a la realidad que deshabita los pueblos. Los teleclubs, que nacieron en la década de los 60 como espacio de adoctrinamiento televisivo del franquismo, cuando no había un transmisor en cada casa ni mucho menos en cada palma de la mano, resurgen con la renovada ilusión de pastorear a los pocos vecinos que quedan en las áreas rurales para que construyan un espacio en común: una excusa con la que escribir el relato que les identifica, relacionarse como comunidad que comparte problemas y espantar la soledad que acecha detrás de las contraventanas de cada casa particular. Sí, sí, ya sé que eso se ustedes lo conocen con otro nombre. Pero resulta que en muchos núcleos pequeños de León, donde el INE pronostica que nos quedará en 230.000 censados dentro de 15 años, hace ya tiempo que les pasaron el viático con el cierre de la barra a la que se agarraban para tramar conversación, cantar las cuarenta y encontrar un psicólogo de guardia. Cerraron el bar, mataron el pueblo. El teleclub invita a escuchar a los vecinos que todavía resisten. Mientras los políticos y los técnicos definen estrategias urbanita engolados en su preocupación por la España vacía, sobre la que todo el mundo opina porque se ha puesto de moda, como los pantalones desgarrados hasta parecer que se ha enfrentado uno con un puma y las series de psicópatas, los habitantes de los pueblos reclaman que se tenga en cuenta su realidad. Se les exige cumplir con legislaciones urbanísticas como si estuvieran en Chamartín para legalizar una cuadra en un pueblín sin terminar de asfaltar; se les acosa con normativas medioambientales; se les exige una fiscalidad sin retornos proporcionales; y se les arrebata la autogestión de los recursos esenciales que siempre aportaron los montes. Por lo menos que les abran el teleclub. Si hay suerte, a lo mejor hasta sale algún guaje.