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Ahora que, noviembre adelante, el barco del sol comienza a alejarse en el horizonte, los días menguan y las montañas comienzan a peinar blancas melenas de nieve. La naturaleza muere y sus frutos son escasos. Los animales caen en el largo sueño del invierno. Reinan el monte y la penumbra.

El calendario agrícola de San Isidoro, esa sucesión de escenas románicas representando las labores propias de cada uno de los meses del año, nos muestra el ciclo anual como una carrera de labores destinada a la previsión y provisión para estos tiempos de frío y yermo. La recogida del pan, la preparación del vino y la matanza del cerdo. Pocos alimentos enriquecían esa dieta sencilla cuando aún no existían los modernos métodos de conservación y el transporte de largas distancias.

Lo de conservar, nos lo recuerda Alberto Capatti en la monumental Historia de la Alimentación de Flandrin y Montanari, fue siempre una cuestión que tuvo mucho que ver con las impresiones sensoriales. Con la llegada de las noches cada vez más largas, el invierno se convertía en la patria del humo, que no solo curaba embutidos y piezas de matanza, sino que se enseñoreaba de hogares, prendas y personas. Y si los productos fermentados del norte de Europa impregnaban los paladares de sabores ácidos, en nuestro entorno azúcares, salazones y pimentones convertían los sabores tradicionales de carnes, pescados y frutas en algo nuevo; gustos y olores que existían por y para el frío. Y si olores y sabores marcaban la personalidad de muchos alimentos, no podemos olvidar la parte visual. Alimentos que conservaban algo de su viveza durante el invierno, como las manzanas, servían a menudo como motivos de decoración en ramos y árboles de Navidad en lo más profundo del invierno.

Pensando en las reflexiones de Capatti, en la relación con el letargo del invierno de olores, sabores y colores, nos puede parecer que queda fuera el sentido del oído. Quizás sea por no aguzarlo lo suficiente. Aún hoy, quien se acerque con el suficiente silencio a muchos de nuestros pueblos, podrá escuchar el sonido del hacha y de la sierra, la labor de la leña, esa madre que es del calor, del humo y de la luz; del fuego que, desde siempre, nos ha ayudado en esa lucha a muerte que libramos contra el frío, el invierno y las tinieblas.