Sotérrame otra vez
A ver, que no fue el túnel de los Alpes, ni el puente sobre la bahía de San Francisco lo que le sisaron a León cuando la circunvalación de la ciudad entró en la hispania nostra de chapuzas de la administración en esta tierra. El pegote entrampó más la arteria y redondeó el estribillo, de la Catedral de oro, la ronda con semáforos y el hospicio con jardín. Señal de que León importa una mierda, llamaron faraónica a una intervención que se sostiene con dos largueros y tres tirantes, la extracción de un puñado de miles de metros cúbicos de cascajo y una cinta rojigualda, para la inauguración. Como la rotonda del Continente, pero en plan scalextric a medias. Por el dinero que quemaron, más que por el concepto. Se quedó noviembre para presentar un moción en el pleno municipal con el fin de instar al Gobierno de España, sección Pepiño, a poner andamios en la intersección de la Granja con la LE-20 y el camino del Vago (que ya es Villaquilambre, y no metáfora). Fácil. Hasta de votar a favor sin arrebolarse. Si no fuera por la mochila y los recados que ha dejado la interacción de la política con el interés general de los leoneses en los últimos treinta años, podría hasta creerse que lo de cambiar de piso los carriles de la ronda este y el enchufe a la ciudad era pan comido. Soterrar es el mantra presente en todas las connotaciones particulares y colectivas de la memoria leonesa contemporánea, referente atávico que, más que losa, siempre fue tumba. No rozan el acantilado del tren en Trobajo, van a levantar estribos en la Candamia, claro; el traje del AVE era más corto que el difunto, y quedó la mitad del cadáver fuera; con el paso a nivel del Crucero, cualquier hipérbole es menor que la herida social y económica que dejó más de medio siglo de hurgar entre la urbe y sus aspiraciones. Qué decir de Michaisa. Es escuchar soterrar, y a León se lo llevan los demonios. Así que parece fundado dudar de las intenciones que vinculan la fluidez del tráfico del anillo periurbano leonés con asignaturas pendientes. Enterrar, por ejemplo, contribuiría a allanar la fe del pueblo. Un soterrador es caro, porque las mañas de ingeniería escasean en este mundo desabastecido de talento y proteínas. Pero enterradores hay a paladas. Algunos —entre ellos, los que no quisieron soterrar— ya estaban aquí; otros vienen de fuera, como quien va a misiones. A León llegan más enterradores que cigüeñas.