Comunidad
Pocos sociólogos son más conocidos que Zygmunt Bauman. Su idea de «modernidad líquida» para explicar el mundo que surgió tras la caída del Muro de Berlín, ese mundo hecho de certezas blandas y verdades que se escurren entre los dedos, le permitió vender muchos libros, tantos como puede vender un sociólogo, y hacerse muy popular. Tras su muerte queda su melena blanca y su pipa, y unas cuantas obras de referencia.
Tengo entre las manos una de las más divulgativas, Comunidad. Un pequeño libro donde el intelectual polaco abre ante nuestros ojos ese concepto, el de comunidad, y nos muestra su cálido interior poblado de aromas de seguridad y de confianza, como si fuera un pan recién hecho. La comunidad, el grupo, el clan, fue siempre el espacio donde resguardarse de la lluvia y el frío, de la inclemencia de la oscuridad de la noche y la tormenta. Así fue siempre en las sociedades tradicionales, en aquellas comunidades de aldea, de las que son buen ejemplo las leonesas, donde la solidaridad entre vecinos era no solo común sino necesaria.
Las ordenanzas de muchos concejos leoneses confirman la tesis de Bauman. Reflejan la obligatoriedad con el otro, la solidaridad inexcusable en un mundo a menudo incierto. Se penaba el no acudir a una facendera, el no colaborar con los trabajos colectivos, el no contribuir al bien común de los vecinos.
Este «orden natural» de los espacios y los tiempos se hizo añicos con la llegada de la sociedad industrial, con la dictadura de la geometría y el reloj, con el trabajo en cadena y la agobiante cartografía de la fábrica. Los gestores de aquel orden que se avecinaba, nos recuerda Bauman, no fueron ajenos al peligro de dejar demasiado descarnados los mecanismos del nuevo engendro. Durante el siglo XIX, los llamados «socialistas utópicos» buscaron la manera de reproducir el tradicional abrigo de la comunidad, pero con tejidos modernos. Se crearon nuevas «aldeas» con las que atraer a los nuevos obreros fabriles con un sentimiento de solidaridad similar al que acababan de dejar atrás junto a sus vidas campesinas. Se construyeron falansterios, se construyeron colominas y poblados obreros. En las montañas leonesas aparecieron muchos de esos poblados en los entornos mineros, a menudo junto a las aldeas campesinas tradicionales. A veces en competencia, a veces en harmonía. Raro es el pueblo del valle de Sabero que no cuenta con alguno. En el Bierzo, desde Torre hasta Fabero, son legión.
Pero la ley del capitalismo rompió definitivamente las bridas de la comunidad impostada. La concentración de capitales y personas trajo la ley inexorable de la metrópoli, y desde ella una melancolía por el espacio seguro de la comunidad tradicional, con sus símbolos y sus ritos. De ella bebemos a menudo, con la ilusión de recuperar un mundo que, aunque nos cueste aceptarlo, ya para siempre ha desaparecido, pero que a la vez puede servirnos como fuente de inspiración para el incierto mundo que nos espera.