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Los imponderables, lo imprevisto, es lo que castiga al liberalismo que patronea a las democracias avanzadas del mundo. No es, seguramente, el sistema ideal para gobernarnos: quizá tan solo el menos malo que conocemos. Que produce desigualdad es tan cierto como que está basado en la concepción calvinista de la humanidad, es decir, en el egoísmo como motor del progreso. A cambio, produce las sociedades con mayor libertad individual que acaso ha contemplado la historia. Con la globalización, que es el ultraliberalismo, lo realizaba a costes inasumibles: sobreexplotación de la naturaleza, de los países pobres y de la mano de obra barata, hasta el punto de que las naciones punteras ya tenían puestas sus miras en alcanzar el «pleno empleo», un eufemismo para mentar un cinco por ciento de parados.

La pandemia, uno de esos imponderables —aunque algunos lo veían venir por nuestros excesos—, de alguna manera ha reiniciado el sistema y ha dejado al desnudo el principal fallo del liberalismo: mientras el mercado producía «satisfyers», los estados lo que necesitaban eran respiradores. Si todavía hay alguien que no ha aprendido de esto la lección de que algunos matices y correcciones hay que hacerle a un sistema demasiado centrado en el consumismo, sin caer en el extremo de bailarle las letras, mal vamos. Léase que es preciso reforzar al menos ciertos aspectos de lo público, no dejar en manos del gusto las cosas de necesidad, quizá establecer y fortalecer una red nacional de producción de artículos de primera necesidad para casos de crisis. Asesores bien remunerados tienen los abundantes ministerios para establecer esos sectores estratégicos que no pueden depender de factores exógenos. Desde la ciencia a las fábricas de mascarillas y una energía propia, ejemplos que a todos se nos ocurren, cosas que no dan rentabilidad inmediata y necesitan apoyo público. La recién inaugurada economía de pandemia necesita olvidar al menos en algunos sectores el «Menos Estado» urgentemente.

Echar el freno a un modelo demasiado basado en el consumismo, pero sin olvidar —China lo sabe perfectamente— que, como sostiene Gilles Lipovetsky, «donde el consumismo se desarrolla, la esperanza de vida crece». Hay que buscar un nuevo equilibrio, formas nuevas de habitar el mundo, modos y maneras menos agresivas de conjugar prosperidad y libertad. No las vamos a encontrar nosotros —nuestros políticos fueron incapaces de legislar en quince meses una normativa de desescalada—, pero habrá que estar atentos.