De la Francia vacía
Después de la Revolución francesa, cualquier idealismo está condenado a repetirse. A matizarse y adelgazarse, o a cargar la percusión en algún compás, pero la melodía general ya está escrita y toda utopía nueva, si no es tradición, es plagio. Hasta el patriotismo, en términos políticos, viene de aquella revuelta de izquierdas y profundamente nacional de Marat y Robespierre, previo paso por Córcega. También los términos «derecha» e «izquierda» proceden de la Asamblea Nacional Constituyente surgida en aquella revolución gala. Incluso el color con que se identifican en nuestro país los partidos progresistas, aunque el rojo entonces simplemente era el color de la bandera que indicaba una inminente intervención militar contra alguna manifestación no permitida. Si bien aquí seguimos siendo bastante reacios con lo que huele a «gabacho», esa vecina cultura suya, provisoria y tolerante, siempre ha sido receptiva a nuestro talento. En vida y póstumamente. A Goya, que pintó La carga de los mamelucos y Los fusilamientos del 3 de mayo , que aún siguen repicando a través de los siglos contra los excesos imperialistas franceses, cuando tuvo necesidad de exiliarse lo acogieron en Burdeos. Machado sigue enterrado en Colliure y Picasso en el castillo de Vauvenargues.
Hasta finales del siglo pasado, el ascendiente de lo francés sobre nuestra cultura —«el mundo donde los patios se llaman claustros», que decía Francisco Umbral— fue incontestable. No será hasta la Generación del 27 cuando empiece a mirarse hacia otras lenguas. Y los artistas exiliados, mediada la centuria, comenzarían a morirse en otros lugares del extranjero, aquellos a los que les había condenado la posguerra. Nuestra política internacional, hasta Aznar, que por primera vez rompió el habitual alineamiento con nuestro vecino poniendo sus zapatos junto a Bush sobre una mesa de las Azores, algo que no había osado ni Franco, siempre fue paralela y ahora, dentro de la Unión Europea, lo es más que nunca, por equilibrar fuerzas con el gigante alemán.
De Francia, en cuestiones de gestión, aún nos llegan ejemplos. En buena parte, hemos imitado sus pasos en el tratamiento de la pandemia y deberíamos fijarnos en las soluciones locales que han dado a un asunto que aquí hemos diagnosticado como poco menos que inevitable: la despoblación. Hace casi cuarenta años, John Berger lo describía como moribundo y hoy el campo francés ha hallado una vía hacia el futuro. Nunca volverá a ser lo que fue antaño, pero ya no es un desierto demográfico.