El ojo de cristal
Cuentan en Santa Marina de Torre, antigua localidad minera del Bierzo Alto, que en el pueblo más o menos vecino de Santibáñez de Montes, la aldea borrada del mapa por el carbón, hubo una vez un pedáneo que tenía un ojo de cristal. El nombre del tuerto —escrito con todos los respetos— no ha llegado hasta mis oídos. No todavía. Pero sí la historia de cómo perdió el ojo postizo en un arroyo que cruzaba el pueblo mientras se lavaba la cara al salir de la mina, en una época en la que no había duchas, ni agua corriente, y los picadores y los ‘guajes’ se las arreglaban como podían para asearse cuando dejaban el tajo.
Y como no dio con el ojo después de tantear en el cauce del arroyo, aquel alcalde pedáneo no dudó en tocar a concejo para que los vecinos de Santibáñez le ayudaran a dar con el cristal caído. Así fue como recuperó el ojo perdido.
Hace años que Santibáñez de Montes no existe. Primero se fue la gente. Después se fue el pastor que usaba las casas como establos, tras peder el pulso con la empresa minera que explotaba el filón a cielo abierto. Luego dinamitaron las ruinas. Y al final, la aldea dejó incluso de existir como entidad legalmente constituida por acuerdo plenario del Ayuntamiento de Torre del Bierzo.
Las piedras del arco de la iglesia de Santibáñez, lo he contado en otro texto, acabaron trasplantadas en el templo de Santa Marina. Y del pueblo borrado por el carbón apenas quedan hoy los restos de algunos muros cubiertos de maleza y el viejo cementerio del que se llevaron los difuntos y donde en una fecha tan reciente como 2018 todavía depositaron bajo una lápida nueva parte de las cenizas de un antiguo vecino emigrado a Baracaldo que todos los veranos, mientras tuvo fuerzas, volvía al Bierzo Alto para visitar la aldea con sus hijos.
Estuve en Santibáñez de Montes hace tres años, pero no recuerdo si aún atravesaba las ruinas alguna corriente de agua o las voladuras de la mina habían desviado el cauce del arroyo donde una vez un pedáneo perdió un ojo de cristal y tocó a concejo para recuperarlo.
Y esa es la ironía. No quería aquel hombre dejar una cuenca vacía en su rostro y al final nos ha dejado una metáfora y una historia de filandón que ayuda a contar el final de la minería.