Lo que no se nombra
Se tiró al pozo, se ahorcó, se arrojó al tren, se pegó un tiro, se precipitó por la ventana, tomó pastillas... Era muy pequeña la primera vez que oí hablar de un suicidio. Pero no recuerdo oír pronunciar nunca la palabra maldita. A través de la literatura la vi escrita negro sobre blanco. El suicidio de Larra, maestro del periodismo español decimonónico, es uno de los más conocidos.
El suicidio se ha ocultado con una gruesa cortina. Como un fantasma. Apartado en los camposantos, silenciado en la geneaología familiar, el miedo que asedia en los momentos lúgubres de la angustia, propia o ajena, la sospecha de una marca en el ADN... Se considera vergonzante para las familias en lugar de avergonzarse la sociedad por hacer tan poco por evitarlo. Las grandes crisis económicas y los sistemas totalitarios han sido campo abonado para el suicidio. Tenemos la imagen de la gran depresión de 1929, con gente arrojándose por las ventanas, y sale a la luz la Unión Soviética de Stalin en la que tantas vidas se estamparon contra los tranvías.
Hace años nos tocó de cerca en la familia. Fue un golpe duro. Un duelo complicado de elaborar con una niña pequeña a la que solo años después, ya mayor, le contamos la verdad de la muerte de su tía Merce. Aquel momento fue liberador porque aunque ella seguía con nosotros en sus poemas, en sus pinturas, en la ropa que gastamos en la tribu y en nuestros recuerdos, la verdad ha de relucir en la memoria familiar como en la historia colectiva como un acto de amor y de higiene mental.
El pacto de silencio no escrito sobre el suicidio empieza a resquebrajarse. El INE recoge los suicidios entre las causas de muerte, se sabe que afecta a tres hombres por cada mujer y que las cifras de jóvenes suicidas son apabullantes, como empieza a ser preocupante entre mayores de 65 años, en este caso mujeres. Pero falta saber mucho más y faltan políticas de prevención y medios para abordar la creciente precariedad de la salud mental. Quizá también hace falta cambiar el mundo. Suena rimbombante y utópico. Pero es absurdo poner un terapeuta a cada persona sin cambiar, un poco, esta sociedad por otra que abrace más y dispare menos. Que respete más y humille menos. Que mercantilice menos y comparta más... Que no haga del dolor negocio de audiencias. Acabar con el sufrimiento a veces no está al alcance de la mano de nadie. Pero no se debe dejar de intentar.
Verónica Forqué nos ha dejado porque no podía más y quizá nadie lo podía evitar. Nos queda la artistaza que nos hizo reír hasta llorar, sentir la ternura de su humanidad y afrontar la complicación de ser mujer en un mundo patriarcal. Te recordaré sobre las tablas del Teatro Emperador cuando éramos tan jóvenes.