La alquimia del oro
Esas cosas que con su retornar constante sirven de punto fijo en la travesía del vivir. Faros de luz o de sombra con los que, ocurra lo que ocurra, sabemos que podemos contar. Frente a lo imprevisto de una pandemia o de un volcán, el previsto azar de la lotería que cada Navidad nos da la vuelta a los ojos para ensoñar durante unos días posibles futuros que casi siempre terminan arrumbados en el desván de la memoria. Viene uno, durante años, dedicando unas infructuosas y supersticiosas líneas por estas fechas al Gordo de la Navidad, pero esta es la primera ocasión en que coinciden en el tiempo columna y sorteo. Como si de una alineación de planetas se tratara. Hoy, lector, la diosa Fortuna sonreirá a un puñado de agraciados con ese regalo de tiempo que supone la riqueza fortuita y que el azar gestiona. Queden aquí mis mejores deseos para ti.
Esa alquimia del oro, su capacidad de trastocarse en casi cualquier deseo, tiene mucho que ver con las maravillas de la infancia. La primera de las pérdidas del niño, la más dolorosa, es la magia, escribió Nietzsche. Pero algo de aquella sugestión resucita cuando en estas fechas —al borde del festival Vive la Magia— se produce esa especie de regresión colectiva a las esperanzas de la niñez, ese tiempo en que confiábamos en que un golpe de dados sería capaz de favorecernos en la tarea de encontrar algún tesoro pirata o de los moros, un trébol de cuatro hojas, otro helado gratis apareciendo escrito en el palo del polo. La química de esa alquimia, como bien pronto aprende el adulto, resulta más prosaica que portentosa: ganarás el pan con el sudor de tu frente. Pero en algunos pocos momentos señalados, bajo la boina caben todos los ensueños, hay espacio para la fascinación y el prodigio, un lugar para esa majestuosa suspensión de la incredulidad.
Estamos moviéndonos, lo sé, en los pantanosos territorios de la ilusión. De la esperanza como hábito lúdico que de forma anual engrosa las arcas del Estado. Pero que también deja un reguero de sueños cumplidos, agujeros tapados y empates de pedrea a lo largo y ancho de todo el país. El Gordo —ningún otro juego alcanza su capacidad de embrujo— es uno de esos intensos y recurrentes sueños que nos mantienen despiertos. Una ficción caduca, sí, pero también optimista, que durante unas horas alimenta un hermoso espejismo.