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Leo que en Afganistán decapitan maniquíes. Les sierran las cabezas a las muñecas de plástico, como hace unos años dinamitaron y derribaron a cañonazos a los budas de Bâmiyân; las enormes esculturas de mil quinientos años de antigüedad talladas en la piedra de un acantilado, en un valle situado a algo más de doscientos kilómetros de Kabul.

Leo, otra vez, que los talibanes consideran que las figuras humanas no encajan con los preceptos del Corán. Y los más exaltados, sierra en mano, hacen rodar las cabezas de los maniquíes de mujer, como en la Revolución Francesa. Y se ríen.

El nuevo Emirato Islámico sumerge al país en una nueva oscuridad y en las tiendas, las imágenes de mujeres en los carteles, que no se pueden decapitar, han sido cubiertas a brochazos de pintura.

Veo que en China hacen escarnio público de quienes se saltan las restricciones para contener la pandemia de la Covid. La pequeña ciudad de Jingxi se colaba hace unos días en todas las televisiones con unas imágenes de cuatro personas obligadas a desfilar delante de una multitud, vestidas con trajes blancos de protección y con las fotografías de sus rostros en las manos mientras caminaban escoltados por la policía.

Leo también que el presidente de la República Francesa, harto de las protestas de los antivacunas en el país de la Revolución, donde la libertad es una bandera que también da cobijo a los necios, ha declarado que está dispuesto a ‘joder’ o a ‘putear’, o a fastidiar hasta el final —así se podría traducir la expresión que ha utilizado— a los que no quieren vacunarse y con su actitud y sus recelos complican el control de la pandemia. El gobierno francés no quiere imponer la vacunación obligatoria a sus ciudadanos, pero presiona a los no vacunados con limitaciones a su libertad de movimientos.

Y aunque la intención sea buena —los franceses mayores de 12 años sin vacunar no podrán entrar en museos, restaurantes, cines ni gimnasios, ni usar determinados transportes para no poner en riesgo a los que sí lo están— la forma que ha escogido Emmanuel Macron para anunciarlo es una señal de hasta qué punto la lucha contra la enfermedad nos agota a todos después de dos años y puede hacer que pierdan la cabeza quienes tienen que tenerla siempre en su lugar.