Cerrar

Creado:

Actualizado:

Ojalá no fuera así. Ojalá hoy mi estado de ánimo no me llevara por este camino de piedras que recorremos desde hace dos años. Ojalá este virus ya no existiera. Ojalá fuera verdad que esta expiación terrenal acaba, que las personas mayores pudieran respirar tranquilas y no pasasen los últimos años de su vida tristes, asustadas y con miedo de abrazar y celebrar la vida. Ojalá que a los hospitales volvieran los acompañamientos en los momentos comprometidos de la vida, sin controles de acceso, sin fantasmagóricos ropajes y con la serenidad de terminar una vida que cumple el ciclo sin el miedo a la soledad ni al abandono. Ojalá que el personal de medicina, enfermería, auxiliar, y todo el que trasiega diariamente por los hospitales volvieran a recuperar la normalidad de una saturación conocida, casi familiar, que convive con el estrés ordinario, casi añorado, del día a día de la vida cotidiana. Ojalá que los niños y niñas pudiesen disfrutar de su infancia sin miedos y la juventud pudiera alegrar los mejores años de la vida sin restricciones ni tristezas familiares. Ojalá. Después de dos años, el virus ha aprendido a sortear toda la artillería farmacéutica pesada y, aunque parece que se debilita, arrastra con él el estado de ánimo y la salud mental en esta guerra de desgaste con un final todavía lejano e incierto.

En este túnel de luz intermitente y mortecina cargado de amenazas no caben ya más desengaños, pero se ha convertido en acero corten. Entre los muros se oyen a lo lejos voces desgañitadas que suenan a patio de colegio alborotado. Cada vez se soportan con más desgana y apatía por lo instrascendente del discurso que ensordece los oídos. Oigo el ruido de la calle. Una mitad de mí está pendiente de lo que pasa fuera y la otra mitad se queda dentro. Este virus nos ha partido de una manera o de otra. La ira es temor, me repito una y otra vez. Pero yo he visto el verdadero miedo en unos ojos inocentes sin rastro de furor. Y así seguiremos hasta el 13 de febrero y más allá. Con palabras huecas, frases vacías y eslóganes repetidos hasta el ridículo sin que el esfuerzo sea el valor recompensado. Ojalá que todo cambie para que todo quede como estaba. Al menos habrá una oportunidad para volver a empezar de nuevo e intentar que todo se transforme. «A una colectividad se la engaña siempre mejor que a un hombre», escribió Pío Baroja. En El árbol de la ciencia, el escritor vasco da una respuesta sabia a las incertidumbres de la vida. «Hemos llegado a querernos de verdad porque no teníamos la necesidad de mentir».