¿País de pandereta?
Lo triste del esperpento parlamentario por el culebrón de la reforma laboral es que la cuestión de fondo haya quedado relegada al vagón de cola de lo que se debate. El trabajador, arrinconado entre la clase turista y los barracones de mercancías, no es como debería el centro de la cosa. Tampoco las empresas y sus cuitas. Ni siquiera la fluctuante legislación laboral, ni los retoques que se pretenden. Aquí no pintan nada los descalabros que la Gran Recesión, los traspiés de la crisis pandémica ni la sinrazón del abandono de la masa (sí, masa) laboral, en períodos de vacas flacas, como lo fue también en la de reses más lustrosas.
Las novedades que ahora pretenden introducirse en los tenebrosos recovecos burocráticos y legales del inabarcable embrollo de modalidades de contrataciones y despidos han logrado un histórico respaldo de las partes social y empresarial, y sólo eso tiene ya enorme mérito. Cuánto tuvo que ceder cada uno para fotografiar el apretón de manos sería la cuestión a analizar. También a poner en valor. Quizá, ya puestos a pedir a lo loco, que la legión asalariada (y la sufrida tropa que camina por cuenta propia) se aclarara con lo que hay y lo que se le viene. Parece eso mucho pedir para quienes andan ajustándose la armadura para medirse en justas en las que lidian la honra de sus hordas, que no la supervivencia de sus súbditos.
No hay caso. Cada quien, en el obtuso establo de ganadería intensiva de su producto político, permanece anclado e inamovible en su postura presuntamente ideológica. Cabe concluir que irracional por irreflexiva e inamovible.
En la cuestión del disputado voto del señor Casero hay que lamentar sólo que asunto tan trascendental para el paisanaje como las reglas vitales que regulan su supervivencia laboral se vendan al mejor postor en el mercado persa del cutrerío del politiqueo actual. Si las grandes instituciones del Estado no son capaces de conocer y respetar sus reglas, sean estas las que sean, apaga y vámonos. Transformar la interpretación de estas normas en acusaciones de pucherazo es poner en cuestión un sistema democrático que es de lo poco que se salva del vocinglero rastro dominguero al que asistimos atónitos. ¿También ha de ser impasibles?
La cuestión hamletiana del apoyo no reside tanto en las cámaras cuyos tejemanejes ya no dejan ni perplejidad. El ser o no ser está en la mano de cada ciudadano. En ejercer el sentido del voto (sea cual sea, en conciencia), no el voto sin sentido. Sea.