Diario de León

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Hay hijos de puta y grandísimos hijos de puta. Un hijo de puta es el que va por la calle, te pega una paliza porque eres una mujer y vas sola, te deja en el suelo con la cabeza abierta y huye. Un grandísimo hijo de la gran puta es el que pasa por delante y te niega la ayuda cuando te ve sangrando, tirada en el suelo y con la cabeza abierta. Al primero le detienen y le condenan —tampoco nada especial, nada serio, no vaya a ser que escarmiente y la siguiente vez se lo piense— pero al segundo... ¿Quién será ese tío que ve a una mujer asustada, golpeada, con la cabeza abierta en medio de la calle y aprieta el paso para no tener que ayudarla? Me gustaría verle, mirarle de frente y tirarle sobre su desagradable y asqueroso semblante la verdad de su existencia, que no es más que un gusano de mierda y que espero que no tenga hijos a los que enseñar que la vida consiste en huir y no meterse en problemas. Le diría que su alma de desalmado cobarde y miserable apesta y que acompaño en el sentimiento a todos los que tienen el infortunio de tener que aguantarlo.

Le pasó a una amiga esta misma semana y al día siguiente regresó al mismo sitio para demostrarse a sí misma que no se puede vivir con miedo. Así que, no, no hay dos clases de personas. Hay tres. Están los hijos de puta, los grandísimos hijos de puta y los valientes que saben que para vivir hay que infectarse de todo lo que la historia de nuestra pequeña biografía nos brinda cada día. A estos apenas les vemos porque son educados, prudentes, porque se ufanan poco y se afanan mucho, porque ayudan a los demás para que sean los demás los que se aprovechen de tener la suerte de haberles conocido, un comportamiento que no sirve demasiado en la propaganda con la que los primeros, los hijos de puta, agitan la existencia de cuantos les sufren, ni tampoco a los despreciables que se resguardan en la seguridad de su propia mediocridad. Sé que el hijo de puta y el grandísimo hijo de puta saben que me refiero a ellos.

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