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Cabría preguntarse por qué tanto empeño en defender la diplomacia de precisión, que es lo que ocurrió en Munich en 1938. Consiste en dirigir los misiles de la manera más quirúrgica posible a los blancos que Putin tiene marcados en su mapa mundi particular. Ya se hizo en los sudetes, aunque esa era una zona montañosa. No me gusta hacer juicios de intenciones, pero cuando una fuerza ocupante y terrorista vuela una fábrica de pan, con lo que trata de acabar es con la vida de los niños, lo mismo que cuando bombardea vías férreas y carreteras, dispara a familias que huyen o prepara corredores humanitarios para que los civiles desemboquen en campos de concentración. Todo eso es diplomacia de precisión, que dice Irene Montero.

También hubo trenes a cuyos pasajeros recibían con orquestas antes de gasearlos y meter sus restos en hornos crematorios. El trabajo os hará libres, les decían a las puertas del holocausto. Ahora parece que la única posibilidad que tienen los ucranianos de no morir es desaparecer, ya saben, la diplomacia, renunciar a Crimea, el Donbás y convertirse en un territorio fantasma, en tierra de nadie, en nada, asimilarse a la masa informe que la autocracia rusa necesita para hacer negocio.

Érase una vez un país en el que para estudiar historia había que desenterrar tumbas. Como si no hubiera manera de escapar del destino, el pueblo ruso continúa encadenado a la idea de que la única manera de existir es imperial, con todo lo que eso supone de sufrimiento y de desandar en la historia.

Empezamos el siglo XXI igual que hicimos el XX, en un bucle abominable en el que han vuelto a escucharse palabras que parecían superadas. Apaciguamiento y belicismo son dos, pero hay más. Los eufemismos son parte del lenguaje de guerra, sobre todo cuando los que mueren son otros. El tiempo siempre sale y se pone para todos por igual, como el sol, que es el mismo en León que en Kiev, aunque pensemos que en esta parte del mundo brilla más. La física nos iguala a todos, es la política, la de precisión, la que crea simas.