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Aunque nadie lo diría dándose un garbeo por la zona del Cid en el barrio de Santa Marina un sábado por la noche, los bares perduran para la gente a la que no le gusta la televisión. Cierto, cierto que casi todos tienen una encendida en una esquina, casi siempre sin voz, pero también los automóviles vienen equipados con luces de posición para indicar las maniobras y hay quienes sólo miran para ellas el día de pasar la Itv. Hablo de los establecimientos de siempre, los que todavía resisten contra viento y marea, haciendo grupo a la menor ocasión con una fiesta casi improvisada de «Halloween» o una tortilla de patatas celestial que viene arrimada al cafetín por si hay gazuza, todo ello acompañado de una sonrisa que a la fuerza es gratis porque sería impagable.

Estos bares de barrio son el último oasis en un mundo en el que hasta el tentempié del mediodía comienza a estar globalizado y casi sólo los Reyes Magos no vienen de Oriente. Mirando en un arca iluminada vidas imaginadas por otros o escuchando discutir sobre asuntos de los que nada sabemos ni nos interesan demasiado, se entiende que las tabernas hagan luz de gas al sonido de las teles: la mayoría de los que aparecen en ella ya parecen de otra especie tan sólo con contemplarlos.

Aun así, su éxito es inmenso y hasta los turcos nos enseñan ahora a vivir amores de pantalla. Los estudiosos del cerebro humano desarrollan teorías para todo y los hay que sostienen que dentro de nuestra mente anida una inmensa predisposición a ser sociales y que por eso nos interesan tanto las vidas de los otros, aunque sean ficticias. Que se goza y se sufre con esas existencias retransmitidas y guionizadas como si fueran nuestras, pero sin ser las nuestras. Igual.

Esos neurólogos son los mismos que sostienen, por ejemplo, que el «yo» no existe y entonces uno ya no sabe cómo seguirles en eso del interés por los «otros». Hacen bien los bares que nos quedan en tener la televisión como un adorno insonoro. Esos programas mañaneros uno cree que están hechos para gente obligada por las circunstancias a vivir sin entusiasmo por la vida, y la clientela de los bares es justo lo contrario: apasionados del yo que buscan la reunión y el encuentro con otros yos al menos tan reales y tangibles como ellos mismos.