Perdemos el tren
Entre los muchos juegos que nos entretenían en aquella infancia de pueblo y calle, recuerdo el de contar los vagones de los trenes de mercancías. Visto desde la organización, la mercantilización y la competitividad de la vida infantil de hoy en día divertirse contando los convoyes desde la era, con el gusanillo de que no se escapara ninguno y la intriga de si ese día se batiría un nuevo récord, es una tontería.
Pocos trenes de mercancías se ven ahora. Desde mi casa, situada del lado de la ciudad opuesto a la estación, a veces me asalta ese asombro de la infancia cuando el pitido lejano del tren rasga el silencio nocturno del invierno. Estos días de huelga de camiones me he acordado de los convoyes de mercancías. Fue noticia el tren de la cerveza que fletó una compañía gallega para transportar la dorada estrella a Madrid... La marginada línea del tren del oeste, con el Manzanal casi igual que cuando se electrificó en 1949, cobró vida entre estaciones fantasma. Los supermercados han descubierto que pueden comprar verduras y patatas a pocos kilómetros de León, en sus fértiles vegas, y los camioneros autónomos han decidido seguir con la huelga pese a los 20 céntimos (15 céntimos en Alemania) de subvención por litro de combustible.
El precio del gasóleo es la gota que ha colmado el vaso de un sector atomizado por imperativo del ‘libre’ mercado (de los grandes monopolios) y sin capacidad para afrontar los altos costes de la inversión (200.000 euros cuesta el camión), los bajos precios del porte por la voracidad de intermediarios y la precarización de la profesión: los transportistas tienen que cargar y descargar la mercancía además de conducir y malvivir en la cabina y en áreas de servicio seis días a la semana. Los más pequeños del camión están ante una reconversión encubierta y son atizados como leña desde el PP y Vox para que su desesperación derribe al Gobierno.
El agotamiento de los recursos fósiles urge un nuevo pacto económico y social en el que la cooperación y no la confrontación marque el rumbo. El colapso que el físico leonés Antonio Turiel preveía para 2040 ya está aquí. En dos siglos hemos comido el patrimonio que la Tierra gestó en millones de años. Y los oligarcas del planeta no quieren cambiar el rumbo. La de Ucrania no es la primera guerra ni será la última en la que la soberanía de un país es la tapadera de una disputa por los recursos que quedan. Ni la primera ni la última en la que se harán grandes negocios mientras la sangre se derrama lejos de casa y los traumas de la violencia se instalan para siempre en los supervivientes. Estados Unidos vende armas a Europa y gas licuado producto del fracking a la ‘verde’ Alemania y los tratantes de personas atrapan a mujeres y niñas ucranias para la explotación sexual. Perdemos el tren.