Quemado a lo bonzo
Un héroe o un insensato. Un mártir. Un inconsciente. Un hombre que perdió la cabeza. Un tipo impulsivo. Un luchador. Un tozudo. Quizá todo a la vez.
Hace cuarenta y dos años, un mañana de sol en la plaza del Ayuntamiento de Ponferrada, que entonces todavía se llamaba del Generalísimo, el minero de Antracitas de Marrón Joaquín Antonio Suárez se roció el cuerpo con gasolina, sacó un mechero blanco del bolsillo, chiscó, y después de un estallido —una pequeña explosión, cuentan los que le vieron— su cuerpo quedó envuelto en una enorme lengua de fuego.
Era el 25 de abril de 1980, a la una de al tarde, y Joaquín, de 34 años, casado y con un hijo, se había concentrado en la plaza del Generalísimo de Ponferrada, al pie de los calabozos, junto a decenas de compañeros, de vecinos de Fabero y de estudiantes que habían burlado el despliegue policial y reclamaban la liberación de seis detenidos tras el encierro que treinta y dos mineros habían mantenido en el pozo Jarrinas de Antracitas de Gaiztarro. Un encierro en el que habían retenido a un ingeniero y un facultativo con el argumento de que los necesitaban para garantizar la seguridad de las galerías durante el tiempo que la mina estuviera sin actividad, como había ocurrido, sin consecuencias, en protestas anteriores.
Pero esta vez el Colegio Oficial de Minas les había denunciado por secuestro y al anochecer del día 24, terminado el encierro después de un acuerdo para negociar el precio de los destajos con la empresa, la Guardia Civil había detenido en sus casas a seis de los mineros.
Fabero estalló de indignación a la mañana siguiente. Y allí estaba Joaquín en la plaza de Ponferrada, con una lata de gasolina y un mechero, después de ver cómo bajaban de una furgoneta al séptimo detenido (en realidad se había entregado para que no le tomaran por un traidor), su amigo Octavo Quiroga, con las manos esposadas.
Allí estaba Joaquín y es inevitable preguntarse —cuarenta y dos años después, cuando apenas se acuerdan de él, cuando su gesto se ha olvidado, las minas están cerradas y Fabero se ha convertido en un pueblo de jubilados del carbón— qué pasó por su cabeza para perderla de aquella forma.