Diario de León

Antonio Manilla

Mesas y comités

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Cuando los políticos desean enterrar algún asunto incómodo, crean un comité para estudiarlo. Y quien dice un comité, dice una mesa. Cuando esos mismos políticos no tienen ni idea de las cosas que pasan (aunque al lector le parezca imposible, a veces ocurre) y desean ponerse al cabo de ellas rápidamente, convocan un concurso de ideas o se dan una vuelta por los oscuros callejones de las redes sociales. Ambos métodos son mucho más anónimos que dejarse caer por un sitio público y charlar con la gente, esa incómoda presencia en que se convierten las personas en el momento exacto en que dejan de ser votantes. De ese modo logran enterarse de cuanto acontece en la rúa, aunque siguen igual de ignorantes de lo que pasa en la calle. Así, con esos mimbres, nos hacen los cestos que nos hacen. El que no pinga, pierde, y el que no pierde, pinga.

Esta forma de telegobierno, por visiones y opiniones interpuestas de avatar —cuando son personas y no grupos de presión con los que se encuentra en sus únicas incursiones por la realidad que no son baños de masas—, vale poco menos que nada: algo más que las cabezadas con que los acólitos que le rodean suelen agasajarle para ganarse su cariño a base de nunca llevarle la contra, pero no lo suficiente como para ser fiables testigos de los derroteros que toma la existencia en sociedad. Así ocurre que luego no saben lo que cuesta un café o un litro de leche. No es anecdótico, sino sintomático de ese vivir en invernadero, al margen del clima y poco menos que considerando a los otros como gérmenes.

Así como una mesa pluridisciplinar sirve para enterrar patatas calientes, marear la perdiz o hacer caldo con un hueso, la mejor manera de perder el sentido de la realidad es convertirse en político de postín: salir a la calle con guardaespaldas y sin paraguas, informarse por tuits y telediarios, prestar más atención a las encuestas que a los problemas de los vecinos. Una vez en esa rueda fantasmagórica, el vivir es recorrer eternamente un mismo laberinto, una galería de espejos, una estrecha e interminable carretera de sentido único. Perdidas las referencias, encastillado en su propia cueva, ante ese cielo con una sola estrella que pueda servir de guía, resulta imposible gobernar con tino. Contemplando el presente tras un cristal empañado, cómo van a diseñar futuros.

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