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Ahí estaban los jueves, en mitad de la tormenta de la vida, trampolines entre apreturas y esa versión de los acontecimientos que suelta ojales al cinturón y hace ver la semana como una noria entre barracas; preparan para el subidón y sueltan sin resortes en la caída a plomo. El jueves es un día distinguido; así lo verían los romanos, que se lo dedicaron a Júpiter, Iovis, dios de cabecera en Roma lo mismo que Zeus entre los heraldos de Atenas. Las mejores cogorzas, las mejores apariciones, los mejores chispazos fueron en jueves. No parece nada banal que el catolicismo encumbre los jueves a la altura de los grandes domingos, con el de Pascua al frente, que es la resurrección que esperamos los pobres aún sin haber muerto. De los tres jueves del año que relucen más que el Sol, el segundo por orden riguroso de aparición en el calendario iba a resultar este de la Ascensión. El segundo en las conmemoraciones de los pilares de una creencia de despliegue mundial aborda la subida de Cristo al Cielo, a la diestra de Dios Padre, no sin encomendar a los apóstoles que fueran por el mundo a anunciar el Evangelio; quienes crean y se bauticen, se salvarán; pero quienes no crean se condenarán. Vamos, lo mismo que dice la Junta. Ay, de los que no creen, jodidos como gallos de pasión, incluido un tal Gallardo. Inciso al margen, ninguno como Marcos entre los evangelistas para reflejar ese momento resplandeciente de la subida celestial, 40 días después de la pasión, y el legado reservado para los que creyeron a pies juntillas, que expulsaban demonios, hablaban nuevas lenguas y cogían serpientes con las manos. La analogía con la cifra bíblica crea expectativas inabarcables en León; los cuarenta años de destierro; los cuarenta días para desbloquear el código de la puerta de los cielos. Marcos es un evangelista con un relato vertical. Luego, está el Corpus, que alfombra el suelo con tomillos púrpura, deleite inevitable para la primera expedición primaveral de las abejas, antes de que la siesta de junio deje como la mojama este olor de mayo que deriva de la tragedia de jueves santo. A parte, estaban los jueves de Villablino; que eran casi todo el año, cuando aprendimos con momentos que tenían fecha de caducidad y no íbamos a volver a celebrar nunca jamás.