Rosas en invierno
Aunque en este poscapitalismo de pandemia quizá se parezca demasiado a la pobreza, no existe mayor riqueza que la de llevar con uno todos tus bienes. En la Odisea, Homero incluso llama «sabio» al hombre que los porta consigo en todo instante. San Francisco no se quedó atrás en la alabanza del ejercicio de la desposesión y puso de ejemplo a las aves que cuanto precisan lo toman de la naturaleza, como podría haber puesto al primer humano, que fue cazador y recolector por sabanas y estepas. En general, los hombres que de una manera u otra han sido guías espirituales de la humanidad siempre han abogado por un tipo de ser entrenado en la frugalidad de las necesidades inútiles. Ya vemos que tildaban de superfluas casi todas las cosas que se desviaban de lo que podría considerarse natural. Séneca le respondía a Lucilio que la medida de las riquezas era tener lo que es necesario, después, lo que es suficiente. Y añadía: «¿No viven contra la naturaleza los que desean rosas en invierno?».
Y el caso es que el espíritu de la sociedad que habitamos quizá sea precisamente ese desear rosas en invierno, frutas de verano en primavera y unicornios en el jardín. No puede estarse más lejos de una vida natural. Todo el entramado se orienta al servicio inmediato de cualquier capricho, por estrambótico que sea, ya que el eje vertebrador del capitalismo es el comercio, que es la continuación —algunos sostienen que la culminación— del expolio por otros medios. Un expolio de la naturaleza que se parece demasiado a una guerra que nunca podrá ganarse. Ni con una victoria pírrica. La esperanza se tiene puesta precisamente en que la naturaleza se comporte como en otras ocasiones —y quizá ya ha comenzado a hacerlo—, pues periódicamente erupciones, pandemias y fases glaciales han logrado equilibrar el ecosistema para unos cuantos milenios más.
Seguramente sea predicar en el desierto traer estos temas a colación. Pocas personas, presionadas como estamos por las convenciones del grupo en que vivimos, parecen dispuestas a renunciar a los lujos y convenciones que ficticiamente emparentan a la inmensa mayoría de la gente corriente con los ricos que nos sirven tantas veces de modelo. Y eso que se trata de una amenaza global, que sólo puede tener una respuesta colectiva de toda la humanidad. Y es que en una sociedad que engorda, como cantó Andrés Calamaro, es revolucionario mostrar los huesos.