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En el origen de un poeta suelen esconderse los versos de otro. Estas son las palabras luminosas que alumbraron la poesía de Juan Carlos Mestre cuando tenía doce años y las escuchaba, sin entender del todo lo que significaban, en el jardín de La Alameda de Villafranca del Bierzo donde se celebraba la Fiesta de la Poesía de 1969, en boca de un hombre solitario y de rostro hermoso, como lo definió una vez Antonio Pereira: «No solo el grano blanco va al molino, también los granos negros del silencio, también se hace el pan se hace la vida, de los heroicos huesos de los muertos».

Así hablaba Gilberto Núñez Ursinos, poeta del barrio de La Cábila como Pereira, como Mestre, el niño que, deslumbrado por la luz que desprendían aquellas palabras —«monedas perdidas con las que no se podía comprar ninguna otra cosa que no fuera la intuición de un ángel»—, quiso parecerse un poco a su sombra.

Ursinos tenía un gato llamado Parsifal, una finca en las orillas del Burbia, y cuando terminaba el verano y en la Colegiata comenzaban a tocar las campanas por la novena de las ánimas se hacía duro despedirse de Pereira y de Ramón Carnicer, el autor de Donde Las Hurdes se llaman Cabrera , que vivían fuera del Bierzo.

Mestre contaba en 2008 como Ursinos organizó una huelga contra la subida del precio del cine a una peseta. Nadie entró en el Teatro Villafranquino durante dos meses y la gente se ponía un alfiler en la solapa con una leyenda que decía: «sin pan ni cine, el pueblo se define». Eso fue en torno a la celebración de los Veinticinco años de Paz de Franco y alguien interpretó aquello como un acto en contra del dictador. A Ursinos lo detuvo la Guardia Civil. Y contaba Mestre cómo el pueblo que no hubiera movido ni un dedo por un virrey o por un marqués se fue hasta el cuartel para decirle al sargento que no se podía meter en la cárcel a un poeta.

Gilberto continuó haciendo barcos de papel para echarlos en las aguas del Burbia, hasta que un día de mayo de 1972, se cumplen cincuenta años y Villafranca lo recuerda, decidió abandonar voluntariamente «la república de la imaginación en la que vivía» y le dejó un hatillo de libros atados con hilo de bramante a Juan Carlos Mestre, convertido desde entonces, y son palabras de Ernesto Escapa, en el «cazador de relámpagos» que sigue siendo hoy.