Cuando esto se llamaba verano
A saber ahora cuántas granjas había en Australia en el tránsito del Pleistoceno al Holoceno, cuando el efecto invernadero venía tan fuera borda que no se podía saber, ni idea, no como ahora que se anuncia en la publicidad estática de las bolsas de plástico del supermercado. En la década de los 60 del siglo pasado se amenazó con los días contados para el petróleo; antes del Mundial 74, con que España 82 sería de hockey sobre el hielo de las glaciaciones que iban a cubrir el planeta; luego, la matraca de la lluvia ácida, que iba a aniquilar todos los bosques. Las plagas están en los pinos, abrasados porque Al Gore tiene sus honorarios; y no vale disentir, ni fumigar langostas que se zampan el grano antes de que la molienda avente la levadura, ni con el selectivo que mata a los salmónidos, menú de osos machos que arrojan a los congéneres peña abajo, ni cuestionar las leyes que se dictan entre emporios de hormigón donde el sifón del sanitario emite aromas a lavanda glacé y desvía la descarga al emisario que evacúa al río sin preguntar, ni la procesionaria es culpable, señoría, de asfixiar las coníferas con esas telas que parecen medias. Ni todas las orugas pueden ser mariposas, ni los partes del tiempo aciertan con la clave del asunto más allá del miedo que transmiten a fuerza de pintar mapas en rojo o en azul, según san Pedro o la Concepción. Ay, el fin del mundo en directo en el paquete de los noticieros después de los deportes. Se confunde meteorología con climatología en el plato del día que ofrece el menú de la información interesada (esto es redundante, porque toda información tiene un patrocinador, aunque se ofrezca limpia como el agua de la sierra). Con un golpe de ideología, queda una ensalada que te vas. El calor más insoportable de toda la vida de dios fue siempre el de junio para un mortal leonés, español, individualista y agnóstico de la doctrina que empaqueta la Agenda 2030, que se nutre del dinero de los otros. La diferencia está en cómo se aplaca: una sandía, 12 euros, y sin refrigerar; con el kilowatio hora a ras de entrepierna por el efecto del carbón, sale más a cuenta dejarse entrecocer a impuestos. Las llagas del calor de san Juan se curan con las heladas de san Antón. Así llevamos toda la vida. La otra estación es la del tren.