La pernocta del general
En uno de sus cuentos más sutiles, más brillantes y más jocosos, Antonio Pereira nos hablaba del día en que el fundador de la Legión, el tullido y tuerto general Millán-Astray, mutilado de guerra de infausto recuerdo, visitó Villafranca del Bierzo en medio del fervor patriótico de los apóstoles de la incipiente dictadura y de los conversos del nuevo régimen, qué remedio, en el que bullía la localidad del Burbia.
Digo sutil, digo brillante y digo jocoso, porque Pereira, maestro del relato breve, poeta del barrio de La Cábila, narrador oral de verbo socarrón al que Siruela reeditará todos sus cuentos y todos sus poemas para celebrar el próximo año su centenario, contaba cómo el mito de la Legión, el hombre que gritaba viva la muerte y muera la inteligencia, el militar que no tragaba a don Miguel de Unamuno, había llegado a Villafranca del Bierzo en un coche descubierto con una escolta de legionarios. Con los comercios cerrados en su honor, el general tullido había dejado muestra de su oratoria encendida y había pasado revista a la milicia femenina, incluso le había querido dar un beso a la moza de la bandera, que en un acto reflejo le había retirado la cara, espantada.
Cuenta Pereira —y no es la primera vez que les hablo de este relato titulado La pernocta del general, donde el escritor villafranquino alumbra una inmensa metáfora de la guerra — que el mundo se paró en seco después de aquel gesto. A los que presenciaron el asco de la pobre muchacha se les helaron las venas. Y alguien de la guardia pretoriana del general llegó a echar mano de la cartuchera para resolver aquel desagravio.
Pero no pasó nada.
Alojado en el Hotel Condesa, después de quitarse la ortopedia para irse a la cama —el militar tenía heridas de guerra en una pierna, en un brazo, en un ojo— a Millán-Astray le dijeron que una embajada de mujeres de Villafranca le traía flores. Y si quería besarlas, estaban bien dispuestas, además. El legionario comenzó a componerse de nuevo; se colocó el garfio, los cojinetes, el ojo artificial, escribe Pereira. Hasta que el grupo de féminas que esperaban al otro lado de la puerta le oyó blasfemar. Al general, que se había reconstruido sin su asistente, le sobraba un tornillo.
Y no sabía qué hacer con él.