Diario de León

Antonio Manilla

La sala de pensar

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No sabe uno muy bien por qué, pero el aseo tiende a ser un espacio vegetariano: tenemos jabones con aroma de violetas o naranjas, geles de avena e incluso al adminículo terminal de la ducha se le denomina alcachofa o cebolla. Todo eso sin entrar en los campos de flores encerrados en cualquiera de esos productos mágicos que, con la promesa de estirar una arruga, nos venden las cosméticas como bálsamos de Fierabrás, cuyo principal componente, por cierto, así nos lo refiere Cervantes, era el ajo. Esa predilección por la huerta y el jardín botánico a la hora de nuestra higiene personal podríamos especular que procede de un pasado campesino prehistórico, del momento en que las tribus comenzaron a asentarse al pie de un río o una fuente y dejaron de ser nómadas. Una nostalgia de la vida plenairista, en convivencia con la naturaleza y el correr del agua, al menos en ese lugar donde más a menudo nos desnudamos los apresurados homínidos que hemos llegado al umbral de este futuro comprimido como una píldora.

El caso es que la sala de pensar, a poco que se ejerza sobre ella la subfunción para la que fue creada, acaso sea el espacio más simbólico de la casa. Todo en ella es significativo, nada escapa a un sobredecir más propio de la poesía que de la prosa, que es lo último que uno esperaría encontrarse en el lugar donde gestionamos tanto nuestras sobras como la imagen que de nosotros le ofrecemos al mundo. Mismamente los colores, con ese blanco omnipresente que evoca limpieza y pureza, las geometrías de las baldosas —las de las casas antiguas son hipnóticas, puestos en el liberador trance de vaciar el buche hay quien se ha quedado cortocircuitado durante horas ante ellas— o ese rumor indeterminado de agua corriente de jardín nazarí cuando se rellena la cisterna o se utiliza el bidé. El flujo de la ducha, sin embargo, pierde algo de ese encanto poético por la enquistada tendencia a cantar bajo la lluvia, cuando la mayoría no hemos sido llamados por los caminos del «bel canto».

Sea por la razón que sea, lo cierto es que los urbanícolas convivimos con un remedo del campo en el lugar de nuestros desnudos. Por nostalgia del edén, quizá, abonamos entre azucenas simbólicas. Además, la huerta o jardín cerrado del baño es uno de los pocos espacios libres de política, porque no hay con quien discutir.

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