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La cumbre de la OTAN ha sido un éxito, lo que significa que en esencia ha sido un fracaso: la aceptación de que vivimos en un mundo peligroso, asalvajado y convulso, en el que un gobernante puede ejercer de genocida en nombre de la nostalgia de unas fantasías imperiales y de la política de bloques de la Guerra Fría, pongamos por caso.

Si la paz se ve obligada a garantizarse mediante la potenciación de las estructuras militares, es señal de que la solución acaba siendo el problema, o tal vez de que el problema no tiene solución.

Se da por hecho que la edad atempera los ensueños ideológicos juveniles, contrapesándolos con un fondo de desencanto. Sin duda. Pero también ocurre que los modifica en función de las circunstancias, en especial si admitimos la obligación tanto moral como social de establecer una negociación entre el pensamiento personal y la realidad de todos, lo que puede entenderse como una abjuración o como un imperativo de la sensatez, según se mire.

A quienes en 1986 votamos en contra de la permanencia de España en la OTAN, por ejemplo, se nos plantearía hoy un dilema: soñar con el mundo que queremos o aceptar el mundo que tenemos. La primera opción disfruta del prestigio del idealismo, mientras que la segunda padece el descrédito del pragmatismo. A elegir.

La puesta en escena de la cumbre de la OTAN, con Estados Unidos como artista estelar, ha tenido un componente de teatralización triunfalista, como si los acuerdos a los que se ha llegado allí supusieran la solución expeditiva para un problema que históricamente carece de solución, lo que no quita que todos los países implicados tuviesen el deber de llegar a esos acuerdos para proyectar ante el mundo un espejismo de seguridad y fortaleza frente a los envites de la barbarie, tanto los presentes como los venideros, aunque entre estos últimos se cuente el más preocupante de todos: lo que China tenga en mente con respecto a Taiwán.

Por mucho que nos resistamos, el curso de la realidad pasa casi siempre por encima de nuestros anhelos y convicciones: propugnar hoy el antimilitarismo es como ser un náufrago al que arrojan un cabo de nailon desde una embarcación y se niega a cogerlo para salvarse con el argumento de que los materiales plásticos contaminan los mares.

Los sobrepasados por el curso de la realidad, como decía, nos consolamos pensando que la OTAN viene a ser como la quimioterapia: un mal necesario para intentar combatir un mal mayor. Una opción intermedia entre la esperanza y el desastre.

Cómo estarán las cosas, en fin, para que lo inquietante nos proporcione un poco de tranquilidad.