Un padre que reza
Todos lo pensamos y, cada vez que lo hacemos, tratamos de ahuyentarlo porque la sola idea nos traslada al peor de los abismos. No hay tortura parecida a la de que esa sospecha se haga real, a que el azar atraviese cualquier resquicio para colarse entre la bruma de la posibilidad y se vuelva cierto. Ni siquiera somos capaces de verbalizarlo, ni siquiera podemos mantener la vista cuando nos vemos reflejados en el espejo de los demás. El infierno no son los otros; somos nosotros mismos cuando dejamos de controlar lo que pensamos.
El fotógrafo de Reuters estaba allí por casualidad. Está vivo de milagro. Tú no tuviste la misma suerte. Ni tu padre. No hay un descendimiento más dramático que el que nos obligaste a ver en esa parada de autobús, podría haber sido cualquiera, pero ese día la lluvia de muerte que cada segundo envían desde Moscú impactó en ti. Lo único que sabemos es que esperabas y todo se paró, que tenías 13 años y que tu padre te cogió la mano ensangrentada para rezar.
No te veo el rostro pero cada vez que miro tu imagen —mirarte es la única forma que tengo de protegerte— espero que abrirás los ojos y abrazarás a tu padre.
Pero ya no nos compadecemos ante los niños muertos. Ahora que el invierno se acerca hemos decidido que la prioridad no puedes ser tú. Ya no. Hemos dejado de hablar de las redes que acuden a las fronteras en busca de mochilas perdidas y de las bombas de racimo que envían a las colas del hambre, a los colegios y parques infantiles.
Llevas un pantalón gris y una camisa azul que se ha roto por la explosión y sé que eres guapo, y que sonríes cada noche antes de irte a dormir, y que mañana habrá más niños asesinados como tú y que yo seguiré ahuyentando la posibilidad... pero mientras tengamos suficiente gas para calentarnos este invierno no haremos nada para salvarte, seguirás muriendo, te mantendremos inmóvil entre todos los cristales ensangrentados y a tu padre, encadenado al dolor. Entrar en el infierno es un acto de libertad y todos somos Garçin.