El bacilo del fuego
El consejero de Medio Ambiente se ha hecho carne para advertir de que seguirá habiendo incendios y que algunos, incluso, serán catastróficos. El siguiente en iluminarnos como pentecostés tendría que ser el responsable de Sanidad para profetizar otra obviedad como que la muerte no pasará a mejor vida, que la enfermedad continuará y que, en ciertos casos, será terrible. El problema es que ninguno de ellos es el Dios del Antiguo Testamento, a quien debemos temor y reverencia, con lo que amenazar con el fuego eterno y los estragos de la parca no debería estar entre sus promesas.
Si en España tuviéramos el tiempo de Oslo puede que no necesitáramos brigadas, ni guardias forestales, ni bomberos ni a la UME, al menos no para apagar los incendios que los más de cuarenta grados unidos al viento, a la desolación de la imbecilidad humana, a la maquinaria de la burocracia y a la mala gestión de nuestros impuestos han generado este verano.
Porque al gobierno de la Junta le tendría que haber bastado el fuego de Navalacruz del verano pasado para darse cuenta de que las cosas tenían que cambiar, de que eso de los fijos discontinuos no casa con la conservación de los bosques, de ecosistemas de los que todos dependemos. Pero es mejor jugársela a la subida del termómetro y hablar de cambio climático mientras la física hace de las suyas.
Aún queda mucho verano y puede que, 70.000 hectáreas después, no lo hayamos visto todo, que las llamas que dicen haber apagado sigan latentes, que no estén sino aguardando de nuevo su momento porque ese regalo que a Prometeo le costó una eternidad y a nosotros no despegarnos jamás de la esperanza ni muere ni desaparece sino que, como el bacilo de la peste, permanece dormido hasta que un desaprensivo decide enviarlo a cualquier lugar dichoso.
En este juego mortal, el oeste tiene más cartas que ninguna otra zona de España porque en los despachos lo han decidido así. Al final, todo son decisiones políticas y, no nos engañemos, la miseria siempre se ceba con los miserables.