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La aparición de aquel débil virus fue recibida con indiferencia por el estamento sanitario. Se anotó en la literatura médica y se arrumbó en el limbo del desván a donde iban a parar las infecciones sin importancia, para las que existía una fácil cura y que no merecían la atención investigadora de la comunidad científica. El mundo siguió su curso, cabalgando la eterna rueda de amaneceres y ocasos, estaciones y generaciones de hombres. Nadie advirtió el menor riesgo, a nadie se le ocurrió dar la voz de alarma.

La mutación 3G fue acogida por la humanidad con una media sonrisa que significaba: «agoreros, esto no es peligroso sino hasta divertido». Además de tremendamente útil: diversión sedente, entretenimiento en la sala de espera, información al momento, todo al alcance de un clic. Se calificó de tremendistas a las escasas voces que hablaron sobre intromisión en la intimidad y se ignoró a los que escribieron ensayos pesimistas. Algo parecido había ocurrido con otras infecciones anteriores y la historia demostraba, al menos la que aparecía en las tablas de la ley digitales, que el peligro no era grave.

Cuando llegó a ellos la siguiente cepa, la mayoría de la humanidad ya estaba dispuesta a aceptar la comodidad que ofrecía ser portador de la variante 4G: las utilidades infinitas, la banca en línea y las compras no presenciales, entre otras muchas novedades. Los algoritmos comenzaron a gobernar el mundo y todos auguraron unos segundos «felices años veinte». Fueron los tiempos del optimismo tecnológico, en el que se comenzó a experimentar con implantes, nanorrobots circulando por las venas, nuevas formas para luchar contra las pandemias víricas biológicas: la humanidad injertada, enriquecida por el motor de la cibernética, el camino abierto hacia los ciborgs, mitad robots, mitad humanos. Como antes había ocurrido con los relojes de cuerda, el propio movimiento proporcionaba energía para aquellas nuevas aplicaciones. El cuerpo se había convertido en batería ilimitada para las máquinas. La vida humana era el combustible que las alimentaba.

Un día, cuando comenzaron a interferir en nuestros sueños y esperanzas, comenzó a organizarse la resistencia. Fue tarde y resultó aplastada. Cuando despertó el nuevo siglo, en el fondo de una caverna, sobre su pared de piedra, unos hombres pintaban a otros hombres a los que les había crecido en la mano una especie de implante luminoso. Imágenes de supervivencia: escenas de caza en grupo, sangrientas y caníbales.