Lagarto a la plancha
El lagarto está llorando es un breve poema de García Lorca lleno de ternura, acrecentada, en una de las ediciones en que aparece y conservo, con una ilustración de José Pérez Montero y delicada música de Ángel Barja. Una pareja de lagartos que «han perdido sin querer / su anillo de desposados».
Es una recreación literaria, sin embargo. La realidad es bien distinta para servidor, poco interesado por especies de estas o semejantes características, a pesar de las prédicas sobre su función en el equilibrio del medio. Hay sensaciones irremediables que anulan o limitan los razonamientos, algunos al menos. Y, curiosamente, uno tuvo, como prácticamente la mayor parte de los infantes de mi época y territorio, el divertimento de la caza de lagartos a lazo, una actividad lúdica llena de paciencia y espera, tan poco apropiada, creo ahora, para los rabos de lagartija que suelen definir a la chavalería. Horas apostados entre las rocas que dan a Villarín, en la cima prácticamente de la cuesta de San Roque de la vieja carretera nacional. Lo cierto es que los lagartos cazados, según la suerte o la habilidad, iban a parar a una o dos familias que los consideraban un manjar gastronómico o necesidad, que nunca lo supe. Los preparaban en el entorno prácticamente urbano de la cueva de Mediavilla, refugio, entre otros, ante las incursiones aéreas durante los violentos estragos de la guerra civil.
Me llegó todo esto de golpe a la cabeza un mediodía soleado y caluroso frente a las en aquel momento mansas olas del Cantábrico. Me invitaba a comer un viejo amigo. Mientras lo esperaba en la pequeña plaza frente al restaurante, en la pizarra exterior que anunciaba el menú del día destacaban entre los segundos «Lagarto a la plancha». No cuento lo que pensé. Mi amigo, ya acomodados, se dio cuenta de mi inquietud. Miraba yo a una y otra parte, buscando el emplatado del saurio, pero temeroso —no sé si es la palabra exacta— de su aparición en escena.
—Oiga, pregunté al camarero, ¿el lagarto se sirve entero o en rodajas? Me sonrió esbozando una sonrisa pícara. «No se trata del animal que usted piensa. Es la parte del cerdo entre las costillas y el lomo, unas tiras de tres o cuatro centímetros de grosor».
Qué alivio. Comí despreocupado. Mi amigo andaba entonces contándome sus últimos desvaríos, mientras servidor recurría a dos afirmaciones prácticamente incuestionables: «Nunca te acostarás sin…» y «Del gocho hasta los andares».
Que aproveche.