La romería de León
En León, todas las vírgenes van al Camino mecidas por el compás que marcan los ejes de los carros engalanados. Vienen cogidas de la mano de las mozas que se arropan en la caja, entre las mantas y las colchas tejidas con empacho de colores, con las enaguas blancas, las faldas salpicadas con grecas de cuentas de filigrana y el mandil aún por romper de tanto bailar. Se las siente entre las risas. Van acurrucadas en la capilla que se levanta bajo los toldos de los que cuelgan, como exvotos, los frutos que arrebañó el otoño nada más entornar la puerta que el verano había dejado abierta al salir. Ahí dentro viajan, con sus ofrendas, para sumarse a la romería que las resume mejor, en la que todas se contienen, a las puertas del santuario en el que la patrona, cada año por la festividad de San Froilán, extiende el manto para que renueven sus votos los pueblos leoneses entregados a la comunión de una identidad que no olvidar.
La devoción alimenta las costumbres que hacen estación primero este domingo para escoltar la ceremonia de las Cantaderas en la ciudad, tantas veces de espaldas a sus pueblos, tan señorita en muchas ocasiones y hoy tomada por los herederos de la esencia que nunca debió perder. La cita pone prólogo a la subida que el miércoles trepará de nuevo hasta La Virgen del Camino para encontrarse en la autenticidad del rito legado y despojarse de los disfraces de tanto mercado medieval vestido con mandilones de Ikea, tanta fiesta inventada sobre unas huellas que no existen, tanto chamarilero de discurso oportunista en el que medrar. No hay más secreto que la repetición de las tradiciones como se recibieron, sin aditivos. No existe otra receta que la pervivencia del relato originario que edificó un pueblo alrededor, luego tendió lazos en los que reconocerse a través de la cultura y más tarde empeñó su esfuerzo en que no se perdieran los testimonios de su esfuerzo en común. Ahora, cuando la identidad se bastardea para dar coartada a la sumisión política en la que nos empobrecemos, no nos queda otra que volver sobre las huellas que guían el paso de los pendones y engalanar los carros con todo aquello que podemos ofrecer para diferenciarnos de quien nos quiere confundir. Vamos a cumplir con la tradición de tocar las narices al santo. Y luego ya seguimos con los demás.