Urinarios
La ciudad, como opuesta al desierto —recordemos que las primeras urbes nacieron en Irak, Mesopotamia—, pues la verdad es que no está mal. Ofrece sus comodidades, sobre todo la de cubrir la mayoría de las necesidades básicas sin tener que estar buscando todo el santo día oasis con agua y sombra. O, en latitudes como la nuestra, bares con caldo y estufa. Aunque, sobre aquellas ciudades primordiales, también hubo sus dudas y fue necesaria la publicidad: según nos refiere la primera mitología sumeria de la época, a Enkidu, el hombre salvaje, tuvo que convencerle la mujer para que se instalara en Uruk. Esa ruralidad, toda la vida resistente al cambio, casi siempre con razones que solo el corazón entiende… Pero a lo que iba es a esa «mayoría» de las necesidades básicas, porque en las modernas ciudades lo que suele brillar por su ausencia es el soporte básico, llegados a cierto nivel de civismo, para las comodidades aparejadas al oasis: los urinarios.
En una sociedad que recoge las heces de sus mascotas y riega con agua embotellada los lugares de sus deposiciones, resulta asombrosa la escasez de «puntos limpios» para los humanos. Se supone que, como ya no somos de hacerlo allí donde nos apetece, todos somos capaces de controlar nuestras vejigas hasta llegar a un puerto franco. Y, sin embargo, están al cabo de la calle rincones y huecos de garajes donde un acre aroma delata los rastros del delito. Generalmente menor, pero de todo hay por esas calles cada vez menos iluminadas y por lo tanto propicias para el alivio urgente de todo tipo de apretón, sobre todo durante los findes de vino y ave. Algo de arquitectura efímera con agua corriente no vendría mal del todo en ciertos puntos estratégicos para las avenidas de turistas trasnochadores poco acostumbrados a las comidas cargadas de pimentón y cualquier tipo de vejigas flojas, que ninguno estamos libres, llegado el caso, de caer presos de un mal de tripas.
En esa plaza de San Marcelo para la que ahora hay planes de remodelación, la mayoría de la gente ha alzado sus voces por la conservación de los árboles y la fuente, y uno abogaría además porque se contemplase el recuerdo de otros tiempos, cuando ahí estaba la popularmente conocida como «Mezquita de Benimea», un salón de pises, bautizada en tiempos en que se era menos respetuoso con las religiones de cuchillo y fatwa en ristre.