Política teletubbie
El siglo pasado y lo que va de este han sido pródigos en lo que se ha denominado «luchas por el reconocimiento». De derechos civiles, libertad sexual y de conciencia, identidad cultural. Las luchas sociales de nuestra época han visto cómo «necesidades psicológicas se convierten en fuerzas políticas», que Axel Honneth catalogó en tres niveles de reconocimiento: afectivo, jurídico y solidario. José Antonio Marina los explica en uno de sus ensayos de este modo: valor como personas, derechos y necesidad de ayuda. No necesariamente en ese orden, pero movimientos de muy distinta laya han conquistado ya esos tres niveles o están muy próximos a hacerlo. Nadie bien nacido se conduele de ello, aunque puede que se estupefacte, por ejemplo, ante la multiplicación de géneros hasta límites que a más de uno le resultan incomprensibles o ante la relevancia que han adquirido en la opinión pública asuntos hasta hace poco ni siquiera minoritarios, sino la excepción que confirmaba la regla. Cosas de la «política de las personas».
Mientras continúe existiendo el sagrado derecho a la libertad de expresión, la solidaridad puede invertirse en lo que a uno le apetezca y no parece que ningún ministerio esté autorizado moral ni cívicamente para criticarlo. Ese es el límite: el que diferencia lo oficial de lo oficioso. Que nos pastoreen ideológicamente, según desde la orilla que prediquen, por ejemplo, con normativas sobre la aceptación sexual entre adultos o la importancia de la lidia de toros en la cultura nacional, hoy en día ya no es una anécdota sino política transversal, porque piensan que da o quita votos. Uno cree que nadie, y mucho menos nuestros dirigentes, puede tener opinión fundamentada sobre tantos asuntos como se lanzan al ruedo continuamente.
Quizá por eso la política —hasta la europea, donde la presidenta da cuenta de un año de gestión entre juegos de prestidigitación sentimentales propios de una programación infantil— ha acabado por convertirse en un cajón de sastre. No dice uno que espere citas de Schopenhauer en los parlamentos, pero tampoco discursos teletubbie que avanzan a saltitos entre temas variopintos, con una ilación de dibujos animados. Miserias de la cultura popular del tiempo de microideologías que nos ha tocado vivir. En la utopía de perfil bajo de la sociedad de consumo que habitamos, la mayoría estamos dispuestos a jurar, mientras no nos toquen las cotas de bienestar social conquistadas, que vivimos en una sucursal del paraíso.