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Andrés es el último habitante de una aldea de montaña. El último superviviente de un pueblo vacío. Y en su última noche en Anielle, la última de su vida también, hace memoria. Estamos en otoño y cae una lluvia amarilla de hojas. Así se va el tiempo y Andrés, que está a las puertas de la muerte, recuerda.

Julio Llamazares escribió su novela más poética, y quizá por eso la más lograda, hace más de treinta años. Inventó un pueblo del Pirineo aragonés para hablar de todas las aldeas que se vacían. De la vejez. De la muerte. Y logró estremecernos.

Hay un vínculo evidente entre La lluvia amarilla y Pedro Páramo , entre el Anielle del Pirineo de Huesca y el pueblo mexicano habitado por sombras que es Comala, el escenario de la obra de Juan Rulfo.

La memoria es universal. Cuando uno ha leído esas dos novelas y sube un día de otoño hasta un lugar como Santibáñez de Montes para escribir un reportaje es fácil dejarse sugestionar por la soledad de esa aldea borrada en los Montes de León, donde el Bierzo Alto se abraza con la Cepeda. Las voces de quienes vivieron allí y un día se fueron parece que anden todavía agazapadas en las piedras, las últimas piedras del pueblo, como las palabras de los personajes de las novelas de Rulfo y Llamazares aguardan la oportunidad de sonar en la cabeza del próximo lector.

La memoria es un asunto de filandones. Y de fotografías en blanco y negro. También del teatro —el Bergidum programa este jueves la adaptación de L a Lluvia amarilla — y de testimonios grabados, como el de las mujeres que durante la posguerra separaban la pizarra de la antracita y paleaba el carbón en los lavaderos y los cargues de las minas de Torre del Bierzo.

Mujeres que serán protagonistas en Santa Marina de Torre en estas fiestas de Santa Bárbara. Aunque ya no haya minas en el Bierzo Alto ni en ninguna cuenca de León.

Si uno pasea por los caminos que rodean Santa Marina, también para escribir un reportaje, no cuesta nada imaginar las voces de aquellas chicas de quince años camino de la mina, con cartas de amor furtivas para sus novios. Y vaya si valían para trabajar en la mina y para palear carbón. Valían de sobra. Aunque sus padres no les dejaran andar con chicos y algún vigilante socarrón les dijera que no servían ni para tacos de escopeta, porque estaban más delgadas que él.