La nieve es negra

De las sesenta nochebuenas urbanas que me caben en la memoria ni siquiera media docena vinieron blancas. Basta de exagerar o creer que antes nevaba muchísimo más. Mi memoria de la nieve es bastante precisa y los registros de la base aérea de La Virgen del Camino aún más. La nieve me marcó por nevar y ventisquear cuando nací incordiando a la matanza que aquel año llegó tarde de calendario al venir diciembre blandito como este año (tampoco eran raras estas caloras navideñas que hoy saltan al telediario alarmando a tontas... y a locas).

En la ciudad de León no nieva por Navidad aunque Marga Merino la bautizara « capital del invierno »; la nieve no colabora con su magia postalina y sólo caen copos en los crismas para que añoremos latitudes nórdicas de trineo y cabaña sepultada bajo tonelaje blanco con su festón de chupiteles en el alero. A veces la niebla se nos tumba azorrándose y nos engaña con velo de luz difusa y mortecina como el nevar que silencia el aire. Algo más generoso y nevado será sin duda el recuerdo de quien vivió navidades en la montaña, aunque poquito más... y cada vez menos, porque ahora nieva a deshora y un sindiós climático se lleva la nevada seria a otros meses y a otros sitios, como en esa ciclogénesis feroz que atenaza a Estados Unidos estos días convirtiendo en hielo pirulí hasta el chorrito del que se atreva a mear en esquinas.

Que nevara aquí ya entrado el año o en Reyes era más probable. Pero una Nochebuena de cielo despejado es lo común frustrándonos fantasías año tras año. Y un villancico sin nieve no suena igual, evoca huecos y se nos queda en cantinela comercial...  hacia Belén va una burra, rin, rin, cargada de chocolate ... aunque lo agradecerá la paisana añosa de Lucillo que nos vio alborozados al caer los primeros copos del invierno de 1996 y, doliéndose de nuestra pijez bobalicona y de su propio destino, nos espetó con cierta amarga tristeza:  ¿la nieve? ...  la nieve es negra . Y sin decir más prosiguió su camino dejándonos esta enigmática