Días para hablar de reyes
Un célebre director de un programa radiofónico montó un lío hace horas anunciando, con gracia, que este 6 de enero, iba a entrevistar al Rey. Dejaba pasar unos minutos, para que la competencia rabiara y los oyentes se pusieran en alerta. Luego añadía: «al rey Gaspar, naturalmente». Le verdad es que, desde que abandoné la niñez, esto de los reyes magos siempre me ha parecido cosa de ilusionismo, quizá porque la magia siempre tiene truco y la monarquía —yo soy monárquico, conste— es cosa demasiado controvertida y frágil como para andar paseándola en cabalgatas.
Pero ahora en serio: estos días se habla mucho de reyes. Ahora nos sorprenden con la noticia de que el emérito, Juan Carlos I, va a fijar su residencia permanente en Abu Dabi, donde se ha construido —¿?— una casa. No me parece buena noticia: el sitio para Juan Carlos, que ya ha pasado lo peor de su purgatorio por causa de sus evidentes errores y de los errores de quienes han gestionado sus errores, es España. El país en el que fue un bastante buen jefe del Estado —ya digo: también con sus trapisondas— durante cuarenta años.
Creo que Felipe VI, que está siendo mejor rey que su padre y al que le está tocando vivir una época que moral, política y socialmente es mucho más compleja, con todo, que la ya complicada que tuvo que afrontar Juan Carlos I, tiene pendiente la asignatura de la reconciliación con su progenitor y antecesor en el cargo. Y viceversa: pocas cosas más desmoralizadoras que una familia real que realmente ha dejado de ser una familia. Veo a doña Sofía, gran señora, contemplando con respeto y una cierta tristeza el féretro del papa Benedicto y me entra como una especie de nostalgia por lo vivido y por lo representado en el altar de la política española... Y este 6 de enero es cuando el jefe del Estado y mando supremo de las Fuerzas Armadas encabezó la jornada de la Pascua Militar, una fecha que quizá ha ido perdiendo dramatismo desde aquella catastrófica actuación de Juan Carlos I —lo vi desde muy cerca— en tan solemne jornada de 2014. La verdad es que el discurso del Rey ante los mandos militares suele tener más de rutina y menos de simbolismo que su mensaje a la nación en Nochebuena. Pero lo que el jefe del Estado diga encierra siempre, aunque a muchos no parezca interesarles, claves de gran significado. Máxime en un año en el que la guerra llama a las puertas de Europa y las Fuerzas Armadas adquieren una potencial relevancia especial.
No, no será Pedro Sánchez quien, pese a todas sus maniobras que vulneran la seguridad jurídica y la seriedad de las instituciones, haga tambalearse a la Monarquía. El sabe que, hoy por hoy, y aunque algunas encuestas evidencien el desinterés de la juventud por la forma del Estado, el Rey es mucho mejor aceptado por la ciudadanía que el presidente del Gobierno, que cualquiera de los presidentes del Gobierno posibles. Claro que yo, ante este día de los magos de Oriente, no voy a caer en la trampa, que es un ejercicio inútil que practiqué antes y te lleva a la melancolía, de pedir en una crónica regalos, materiales o morales, a Melchor, Gaspar y Baltasar. Menos aún caería en el ejercicio circense de entrevistarles (ya me gustaría a mí poder hacer una entrevista periodística con el Rey ‘real’, pero para qué soñar con imposibles: a los reyes-de-verdad, dicen, no se les entrevista. Lástima). Porque creo, insisto, que estas cosas de los reyes son muy serias y hay que tratarlas con mucho mimo, para que la tradición perdure como la fuerza equilibradora que es. Sin afeites, ni trucos, ni betunes para el falso Baltasar.