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Desde cierto punto de vista, las iglesias son lugares públicos donde se reúne la gente para mandar cosas al extranjero, evitando aranceles y aduanas. Aunque ni Montoro llegó a atreverse a meter mano en esa actividad, la evasión de oraciones, por no ser económica, ahora cabe la posibilidad de que el gobierno actual, siempre tan sensible a los pequeños detalles que al común le pasan desapercibidos, tal vez se plantee al menos regular con alguna tasa esos envíos fuera de todo control estatal. Cosas semejantes —la semejanza de un intervencionismo estúpido— ya ha hecho: desde gravar con mayores impuestos a las bebidas refrescantes azucaradas, para disuadir de su consumo, a obligar a reducir el contenido de la sal que lleva el pan, cuando en las panaderías siempre se han vendido barras sin sal para quienes su dieta las requiriera.

Esto de quitar sal a la vida es algo que complace mucho a cualquier dirigente con tendencias déspotas, o con ganas de jorobar, esgrimiendo argumentos presuntamente saludables para restar placer al proletario placer de la comida, que no hay otro que tan unido esté a los sentidos, ninguno que sea más pueblo. Porque pocas cosas más accesibles que el pan y ninguna más parlera al paladar que la comida. Si de verdad fueran causas sanitarias las que impulsan medidas como estas, habrían exigido reducciones de sodio a los fabricantes de patatas fritas y frutos secos; de ceras abrillantadoras a hortalizas y frutas; de glutamatos potenciadores del sabor en casi todo; de retractilados plásticos derivados del petróleo a la totalidad de lo que se compra en un supermercado; y hasta puede que recomendasen a los cocineros que hicieran la dorada a la sal con pimienta. No creo que se atrevan a legislar la sal del curado de los jamones, pero el azúcar de los dulces algún genio ministerial ya lo debe de tener entre ceja y ceja. ¿Veremos los bombones desaboridos por decreto, las galletas insípidas, los pasteles insulsos?

Lo de igualar a la baja ni tan siquiera resulta novedoso, aunque lo crean en Moncloa: es algo que ya practicaba hace más de treinta años el dueño del bar de mi pueblo, sin saber que estaba haciendo política. Llegaba un autobús y cada uno de los pasajeros pedía una consumición distinta. Acodado en la barra, haciendo como que memorizaba las comandas una a una, el gran Sidoro, cuando terminaban de pedir, salomónicamente resolvía: ¡Coca-Cola para todos!

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