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La playa se ha llenado de biberones y juguetes de trapo. Incluso hay una bicicleta que ya no montará ninguno de los niños olvidados en alguna de las playas de Calabria. Las oenegés denuncian que este nuevo naufragio podría haberse evitado.

De hecho, el Frontex había avisado el día antes de la cercanía de un pesquero cargado con las ansias de vida de casi 200 condenados. No se hizo nada por salvarles, puede que no se quisiera recuperarles para la vida.

Doscientas vidas no son suficientes para oprimir las conciencias de un gobierno de extrema derecha que considera que es mejor ponerse una vez rojo que cien amarillo, que conviene más advertir a los migrantes de que ya no tendrán el salvavidas de alguna de las fundaciones de cooperantes que patrullan el Mediterráneo y evitar un nuevo episodio del holocausto en el que colaboramos todos para mantener nuestro Estado de superioridad. «Puede que así no confíen en las mafias». Enternecedor.

Para ver las imágenes de biberones y juguetes de trapo, para contemplar la bicicleta que alguno de los niños muertos ya nunca tendrá no hay que mirar portadas ni imágenes en la televisión.

Para que no resulte un esfuerzo inútil tendríamos que volvernos hacia nuestra propia cobardía, la misma que nos empuja a perdernos en problemas de primer mundo y evita que cada día la culpa nos coma un poco más, que la indignidad de la que está hecho este bienestar que disfrutamos no adquiera el color macilento del retrato de Dorian Gray, el que escondemos en las entrañas de los pasillos de Bruselas o Estrasburgo.

Decenas de biberones y juguetes de trapo, incluso una bicicleta de los niños que partieron de Palestina, de Afganistán, Pakistán, Irán o Somalia se mezclan ahora con el salitre de las playas que nosotros, con nuestras vacaciones pagadas, disfrutaremos en unos pocos meses.

Es la felicidad aupada a lomos de la corrupción, el vicio apoyado en el brazo del crimen, como escribió Chateaubriand en sus  Memorias de Ultratumba —yo prefiero llamarlo Memorias de un muerto— , las que nos tragamos sin pedir perdón por cada segundo de pecado que respiramos.