El rostro de Rosario
Partera a los once años, minera a los 16, agricultora, ama de casa, portera, limpiadora, nana y, ya anciana, cuidadora y enfermera de su marido. ¿Quién da más? Cuando Rosario asistió a su madre al dar a luz al más pequeño de la familia, en plena faena labriega, el país estaba en guerra. Cuando trabajó de frenista en las minas —muchas mujeres de las cuencas mineras fueron al tajo— la posguerra pasaba factura a las pérdidas humanas de la contienda, sobre todo de hombres muertos en el frente, exiliados o encarcelados, y la mano de obra femenina no tuvo trabas para entrar al tajo. Se casó con 17 años, como muchas otras de su tiempo, y el campo, la casa y el marido se convirtieron en su mundo. Apenas fue a la escuela. Le molestaba leer. En Francia, a donde emigró con casi 40 años, le descubrieron un problema de visión. La historia de Rosario, a quien conocí en el otoño de 2010, en Penoselo, a la puerta de los Ancares Leoneses, me conmovió. Y me dejó atónita cuando desveló que fue ella quien tomó la iniciativa de salir de su pueblo, Penoselo, y marchar en busca de trabajo a Lyon.
Ella, que quiso dejar el pueblo para ver otros horizontes, se convirtió en una resistente en medio del abandono del mundo rural. De esos pueblos que en invierno parecen habitados por fantasmas y recobran algo de vida con la llegada del buen tiempo y los días largos.
Rosario es el rostro de muchas mujeres. Y su historia es el espejo retrovisor por el que de vez en cuando hay que mirar para no olvidar de dónde venimos.
Para recordar que fue en 1910 cuando Clara Zetkin, en Copenhague, en la Internacional Socialista, propuso celebrar un día internacional de la Mujer o Día de la Mujer Trabajadora para mejorar las condiciones de vida de la mujer en general y de las obreras en particular. Para alertar que ciento y pico años después hay esclavas en campos de fresas y en los burdeles. Niñas gaseadas en las escuelas de Irán y afganas sin rostro. Mujeres que emprenden el camino del sueño europeo y son violadas en el desierto o mueren ahogadas, con sus criaturas, junto a muchos hombres, al cruzar el Mediterráneo o el Estrecho.
Mujeres rotas por la violencia, mujeres olvidadas en la cuneta de la historia y que ahora rescatamos como heroínas de un tiempo que nos robaron porque nos contaron una verdad a medias. El 8-M es una historia de resistencia, de resiliencia, como la que vi en el rostro de Rosario, también una una épica de logros que nos permiten casi tocar la Luna. Hoy cojo a Rosario de la mano y me agarro a ella para cantar las marzas, para decir que el 8-M es sumar fuerza por el poder transformador del feminismo y restar hasta la inanición al discurso que amenaza nuestros derechos. Un anticipo de la primavera, como la flor del almendro.