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Ribera. 2019. DAVID CAMPOS

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Tesde niño, siempre que me he visto en la tesitura de tener que representar o imaginar un río, ha aparecido ante mí la imagen del río Órbigo.

Ahora sé que hay ríos más grandes o más largos, ríos que podrían desbordar mi imaginación, incluso he podido conocerlos. Recuerdo sobrevolar admirado la cuenca del río Magdalena, en Colombia. Sus aguas teñidas de tierra roja entre la frondosa vegetación de la selva; su caudal, imponente, desplegándose en su desembocadura a lo ancho de kilómetros y kilómetros de costa antes de derramarse en el Caribe.

Pero, a pesar de todo, un río, cualquier río, siempre será para mí el río de mi infancia. Un río fajado por los chopos, corriendo a la sombra de las ramas, brillando sus aguas cantarinas sobre balsas de aúcas y de piedras. El río al que Antonio Colinas dedicó aquellos versos que en todas partes me acompañan: «Aquí, en estas riberas donde atisbé la luz por vez primera, dejo también el corazón».

La contemplación de un río, como la del mar, o como la del agua en general, siempre invita a la meditación. La verdad es que no recuerdo mucho en qué pensaba yo cuando, siendo muy pequeño, me asomaba de puntillas a la barandilla del Puente de Hierro de Carrizo para ver brillar aquellas truchas que se encamaban en sus pozas. Seguramente en nada más importante que las posibilidades infinitas que aquellos días radiantes de verano tenían que ofrecer a un niño como yo. Lo cierto es que hoy, cuando lo cruzaba, esta vez desde mi coche, me dio por pensar de quién sería tanta agua.

Ya sé que parece una pregunta peregrina, pero esta semana las Cortes de Castilla y León, a iniciativa de uno de sus socios de gobierno, ha dicho que hay que poner fin a la que llaman «guerra del agua entre regiones» porque el agua pertenece a la nación. Y ahí es donde vine yo a pensar en esto de la propiedad del agua y en la solidaridad. Y también en la nación, (y que nadie se asuste). Pocos conceptos son hoy nos parecen tan sagrados como ese de la nación cuando se trata de pedir arrimar el hombro.

Junto al río Órbigo, los mismos que reclaman esa solidaridad se han empeñado en construir dos pantanos para regar zonas del Páramo Bajo, a pesar de los informes que niegan su viabilidad. En el Río Cabrera se ha anunciado una presa y una central hidroeléctrica que producirán una energía que se irá lejos. Y hasta el agua de Riaño se desplaza no ya a esta, sino a la nación vecina.

Y ahí quedan la nación y la bandera para invocar nuestra solidaridad, un bien general que no lo parece. Lo que no es de nadie, es de todos. Y mientras nosotros quedamos asomados a los puentes, viendo con melancolía pasar un agua, unas aguas, que nunca, ni ayer ni hoy, nos pertenecieron.