Diario de León

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Brindis Álvarez era cabrero en los montes de Silván. Un hijo de madre soltera que se tuvo que meter a pastor cuando murieron sus abuelos. Y con las cabras estaba, en la zona de Casayo, el día en que vio acercarse por un camino, envuelto en una densa polvareda, a uno de los primeros automóviles que se atrevían a circular por un terreno hostil. «Algún día tendré uno como ese», le dijo a su compañero de pastoreo, que le rió la ocurrencia. Y al final no tuvo uno, sino treinta y seis coches a lo largo de su vida.

Brindis Álvarez condujo hasta los 91 años. Por sus manos pasaron volantes de casi todas las marcas que vendían automóviles en España. Pero el que más huella le dejó a un hombre como él, enamorado de los grandes coches americanos, fue un Studebaker Commander Six Cruising Sedan de 1938 que le compró de segunda mano a un torero de Salamanca. El matador necesitaba un auto grande para meter a toda su cuadrilla y alargó el viejo Studebaker hasta convertirlo casi en un microbús.

Y me imagino a Brindis —que hizo la mili en los Regulares de Marruecos, pero se salvó de ir al frente durante la Guerra Civil porque sabía escribir a máquina; que abrió una mercería en la avenida de la Puebla cuando callaron las armas y se casó en segundas nupcias con la lechera más guapa de Villadepalos— al volante del largo Studebaker por las calles de la Ciudad del Dólar, así llamamos ahora a aquella Ponferrada de posguerra donde el carbón, la MSP y Endesa movían mucho dinero.

Lo veo añadiéndole un depósito auxiliar porque aquel bicho con ruedas consumía combustible como un saco roto y le costaba llegar a las gasolineras.

Y lo imagino, sobre todo, el primer día que se sentó en el asiento del conductor, quitó el freno de mano, le dio a la llave del contacto y el motor americano bramó como un condenado mientras echaba humo negro por el tubo de escape.

Casi lo veo sonreír mientras el Studebaker se ponía en marcha por la cuesta de la calle Juan de Lama donde solía aparcarlo porque al auto le costaba arrancar. Ese, y que su último hijo naciera en Nueva Jersey y tuviera otra nacionalidad, fue el sueño americano de un niño que cuidaba cabras en los montes de Silván y esquivó la guerra porque sabía escribir a máquina.

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