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Las formas, incluso más allá del eufemismo, las buenas maneras, la urbanidad —por no hablar ya de la galantería, hoy acusada de machismo feroz—, uno cree que no están mal, incluso en un parlamento autonómico. Son virtudes motoras, que obligan a exprimirse el caletre, a tirar de ingenio, incluso para insultar. Hay que tener estilo sobre todo para ofender. Da mucha pena ver a diputados hechos y derechos, a los que se les supone cintura para fajarse en un debate, soltando un triste «imbécil» a otros diputados o cerrando una sesión con un «a la mierda, albañiles, que son las doce». Yo no creo que sea un escándalo que se pueda insultar con impunidad, como se quejaba un político autonómico, sino que se pueda insultar tan torpemente. A ese nivel infantil. Sin el menor atisbo de inteligencia adulta. Como si todos esos representantes nuestros fueran eso que dijo Churchill de su rival Attlee: «hombres modestos y con buenas razones para serlo».

Habrá quienes sostengan que en estos lares siempre hemos sido históricamente parcos de ingenio porque el tan interiorizado realismo español es más bien partidario del «al pan, pan, y al vino, vino», pero se olvidan de las lecciones de sutileza de los piropos requebrados y de las perlas que han dejado algunos de nuestros grandes escritores. Exhibiendo talento para el improperio, Quevedo tildó de cabrón o consentido a un rival así: «A vuestra mujer beso la mano en habiendo vacante». Valle-Inclán, puesto en el trance de ultrajar a otro enemigo, tampoco se quedó atrás: «No me cago en su padre para no darle pistas». No espera nadie este tipo de finas agudezas en unos parlamentarios que ya han dado muestras de romo entendimiento y nulo bagaje irónico. Pero sí que, al menos, alguien les haga comprender que no es lo mismo llamarle calvo a otro que decirle que, con lo que se ahorra en peines, ya puede permitirse una pasión turca del cuello para arriba. Ni hablar del peluquín. No es lo mismo.

La decadencia del arte de la injuria es uno de esos indicadores que, como la ausencia de truchas señala una baja calidad de las aguas en un río, nos está revelando la pésima estofa intelectual de los hombres y mujeres que elegimos como nuestros representantes. Y lo peor es que ellos quizá ni siquiera se dan cuenta del espantoso ridículo en que nos ponen a todos.