Sonrisa inmortal
En Egipto, ha tenido lugar un hallazgo arqueológico asombroso: ha aparecido una efigie del emperador romano Claudio, quien gobernó por aquellos lares, y muestra expresión muy sonriente. Una sonrisa en piedra caliza, que llega a nosotros como el mensaje en una botella en un mar de arena. ¿Tan sorprendente es que alguien fuese representado sonriente hace 2000 años? Sí, en términos artísticos, antropológicos y de poder. El miércoles les explicaba a los participantes en el taller el Quijote para los mayores que, a mi entender, la diferencia entre reír y sonreír es mucho más que gestual y sonora. Reír puede ser un acto mecánico, pero sonreímos conscientes de nuestras alegrías y de nuestras penas. A partir de cierta edad, una sonrisa es ya una declaración de principios y de rebeldía. Pero, en efecto, las efigies y los retratos oficiales han tendido siempre a lo circunspecto, pues había que intimidar. Una expresión sonriente lo relativiza casi todo, hasta a un imperio. ¿Excepcional en el arte?, no. Poco habitual, sí. Por ello resulta tan enigmático el ángel risueño de la Catedral de Reims; o La Gioconda, de quien Nat King Cole cantó en forma de pregunta: «¿sonríes para tentar a un amante, Mona Lisa?/ O porque tienes el corazón roto». Para que no cupiese duda alguna acerca de la expresión del emperador Claudio, el escultor le añadió dos hoyuelos. Y esto son ya palabras mayores, el gran Espartaco solo tenía uno. Una sonrisa inmortal.
El pasado miércoles nos reunimos a comer cuatro amigos de la vieja redacción de Lucas de Tuy. Teníamos un rotundo motivo para la pena, pero primó la alegría del reencuentro. Nuestras lágrimas pueden sonreír, mecidas por el afecto. ¿No es misterioso? Así ha sido siempre, es y será.
Ayer, caminaba enfrascado en encontrar una manifestación en nuestra literatura que reflejase alegría cósmica, entonces, coincidí con José Enrique Martínez, crítico de poesía de este periódico, quien, en el aquí te pillo aquí te mato, me sugirió un verso de Jorge Guillen: «¡Oh luna, cuánto abril». Me sentí casi tan emperador como Claudio. El poema sigue: «qué vasto y agradecido el aire!/ Todo lo que perdí/ volverá con las aves». Y sonreí feliz, pues reflejan lo que estaba buscando.