Diario de León

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Cada vez que me detengo en el semáforo que marca el cruce de la Gran Vía con la calle de Alcalá —el primero que funcionó en Madrid hace casi cien años— me acuerdo de Raúl Guerra Garrido, el escritor berciano nacido en la capital al que no le dejaron ser de su pueblo.

El autor de  El año del wólfram  escribió un libro dedicado a la calle más bonita de Madrid. La que más le fascinaba.  La Gran Vía es Nueva York , lo tituló, porque allí se eleva uno de los primeros rascacielos de la ciudad; el elegante Edificio de la Telefónica, con su estilo art-decó, en medio de una serie de inmuebles burgueses.

En el arranque de esa avenida convivieron durante unos años dos clubes opuestos; uno masculino, que todavía sobrevive y ha cumplido 150 años de historia con una larga lista de políticos, militares, empresarios o diplomáticos entre sus socios; y otro femenino, donde los hombres solo entraban con invitación y que no sobrevivió a la guerra. El Ateneo Magerit, era aquel club femenino. La Gran Peña es el nombre del club masculino que emerge en el número dos de la avenida y donde Guerra Garrido imaginó, o quizá le contaron, una sórdida escena de prostitución.

La Gran Vía es Nueva York, qué razón tenía el fallido (no por culpa de él) Hijo Adoptivo de Cacabelos, fallecido el pasado mes de diciembre. Comparten acera en esa larga avenida lugares, negocios, escenarios llenos de contrastes. Lo vulgar y lo sublime. Lo popular y lo exclusivo. Y rebosa historias esa calle que durante la Guerra Civil era conocida como la avenida del Quince y Medio porque ese era el calibre de los obuses que le arrojaba la artillería franquista. Como una maldición.

La Gran Vía tiene su fantasma; el niño Goyito, que se cayó del andamio cuando trabajaba en la construcción del Edificio de la Telefónica. Y me atrevo a decir que también tiene una sombra. La del escritor que no nació en Cacabelos por azar, pero al final ha logrado que lo entierren en su pueblo. Y cada vez que hago un alto en ese semáforo centenario y miro hacia la Gran Peña, me acuerdo del mojón del kilómetro 400 de la carretera N-VI que marcaba la entrada de Cacabelos, otro lugar que fascinaba a Raúl Guerra Garrido, y pienso que a la Gran Vía solo le hace falta una hilera de cerezos que cobije el recuerdo del escritor para ser perfecta.

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