Corrupción y cultura de la queja
Quéjanse amargamente agricultores y ganaderos por lo poco que les pagan, claman al cielo transportistas ahogados por el precio del gasoil y los del gremio del libro se hacen cruces por el que está alcanzando el papel. Las subvenciones, que no llegan, además son escasas. Las gentes de La Palma todavía están esperando las suyas por el destrozo que provocó la erupción del volcán. Se ve que las cosas de Moncloa van en canoa. Hasta el propio gobierno se lamenta porque lo concedido en Bruselas se retrasa, aunque según otras fuentes es más culpa nuestra que suya: faltan administrativos que elaboren los preceptivos informes que den paso a los cheques ya conformados. Un mal endémico de toda nuestra administración pública. La lentitud. O la falta de medios. El orden de los factores no altera el retraso.
Con todo y con eso, uno piensa que a todos se les ha olvidado contar con el factor de corrupción que siempre debe ser tenido en cuenta en la política española, pues es el corrector de todos los planes públicos que se emprenden en el Reino. Europa nunca tiene en cuenta ese ingrediente imprescindible y por eso todas las ayudas que otorga a España se quedan siempre cortas por los dos lados. Los eurogobernantes no computan lo que se pierde en tránsito, lo que valen el sobre y el sello y que, además, la abuela fuma (ni tan siquiera los competentes traductores de la cámara de la Unión deberían intentar traducir esto último a cualquier idioma que no sea ibérico).
Los parlamentarios nacionales oyen en sede apostólica «cultura de la violación» y se levantan de sus asientos hechos unos basiliscos reclamando penalti, pero escuchan «cultura de la queja» y ni se inmutan, cada uno sigue a lo suyo, terminando la partida de Candy Crush o rumiando los vapores de la última visita a la ecotaberna del Congreso. Y no sé. Con ser grave una cosa, que nadie lo niega aunque algunos traten de disculparlo, la otra a uno le parece terminal, porque si un país se ha adocenado hasta el punto de fiarlo todo a ese responsabilizar a los demás de los males propios es que ese país está acabado. Al menos, moralmente acabado. El victimismo está bien para los corrillos futboleros de los lunes, es una cosa como muy de aficionado del Barça cuando no era aún el Barça el club amigo invisible de los árbitros, y ya.