Castillos en el aire
En lo musical resulta ya extraño escuchar a Alberto Cortez y su inolvidable Castillos en el aire , aunque parece la banda sonora de nuestro día a día en política. En lo provincial, hace tiempo que han perdido cualquier atisbo de vergüenza —más allá de la amenaza podemita de que el próximo desnudo será integral— y siguen castigándonos con esa retahíla de proyectos que salen de carpetas cubiertas por dedos de polvo. Curiosamente, tras el mandato de la Mesa por León, aquella que iba a cambiar las cosas si nos dejábamos guiar por... los de siempre. Fue algo así como lo de Hamelín, de nuevo hacia el barranco siguiendo los mismos soniquetes...
En lo nacional, los castillos en el aire parece que los encuentra el presidente Pedro Sánchez entre las propiedades del ‘banco malo’, otra de tantas patrañas pinchadas tipo soufflé. Con segundo plato en forma de solares de Defensa que resulta que nadie le avisó de que están blindados. O como la acción trilera con el desempleo, que desaparecía por arte de magia, pero que era cuestión de una trampa estadística al hacer fijos discontinuos a los que ni trabajaban ni tenían la mínima esperanza de hacerlo. Anuncios con altavoz que son desautorizados por los expertos y por el tiempo. Ahora, resulta que España es un país moroso, tras una denuncia por aquella pirueta milmillonaria de Zapatero para incentivar las renovables, sobre lo que tampoco quiso oír a nadie. Hizo como ahora, un ¿sí o no es tan sí?
El paradigma del castillo volátil quizá resida en la renacida ansia autonomista. Dicen que puede decidir mucho el 28-M y por eso tanto el PSOE como el PP acuden con candidatos envueltos en púrpura. Tiene bastante de trampantojo. Está claro que ni unos ni otros van a ser capaces siquiera de arañar el blindaje que tiene el actual mapa nacional. No parece que ningún partido con un mínimo de responsabilidad esté dispuesto a abrir la caja de pandora de las fronteras de cualquier tipo. Puro teatro. En realidad, no queda ningún resquicio de democracia interna en los partidos. Se echan en falta los tiempos en los que había corrientes, incluso por diferencias ideológicas. Ahora, todo se hace a la búlgara. Y deja como meros peleles a quienes de cara a la calle están dispuestos a sacar pecho para ganar unos votos, aunque sabedores de que edifican sueños en el aire.
El sectarismo lo socava todo. No deja resquicios al respeto democrático. Ni siquiera en cargos como una Delegación del Gobierno, que debe incluir un marchamo de representatividad oficial. Pero ese afán electoralista lo arruina y justifica todo. Hasta el punto de no acudir a la fiesta oficial de una autonomía. De un ejecutivo elegido democráticamente... Cuánta soberbia y olor a rancio.