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Parece que Nevenka esté llorando. Pero son lágrimas de ácido, las más amargas, eso que resbala por su rostro de metal en el monumento de desagravio que desde hace solo unas semanas ocupa una de las glorietas de acceso a Ponferrada. Y me da vergüenza mirarlo.

Es un mensaje desolador el que transmite. El ácido con el que los maltratadores deforman el rostro de las mujeres que quieren escapar al dolor, arrojado sobre la imagen de una persona que hace veinte años sufrió acoso sexual, lo denunció y lo probó en los tribunales, a pesar de las salidas de tono del fiscal. En esta ciudad, tan grande en muchos aspectos, con una historia tan fascinante en el último siglo; la Ciudad del Dólar, de la leyenda templaria, de los milagros de la Virgen de la Encina, la ciudad del Camino de Santiago, de los peregrinos, la ciudad del Castillo, del Conde Lemos y de los irmandiños, la urbe del puente de hierro, retratada por César Gavela, por Raúl Guerra Garrido, la ciudad que se emociona con el fútbol, en esta ciudad enorme, repito, ha emergido alguien capaz de cometer una acción tan cobarde y tan atroz.

Espero que lo encuentren pronto y le caiga la del pulpo, por decirlo en lenguaje coloquial. Porque no parece un simple acto vandálico, más bien un delito de odio, lo que hay detrás.

Yo venía a hablarles hoy de una mujer que tiene una historia tremenda. Una mujer que vivió hace casi mil años en el Bierzo y que está enterrada en Vega de Espinareda; Doña Jimena Muñiz, que fue amante forzada de un rey de León con el que tuvo dos hijas bastardas. Que fue tenente del castillo de Cornatel y que en la lápida de su sepultura dejó grabado este epitafio:

«Yo, llamada Jimena, a quien Dios libre del castigo merecido, fui amiga del rey Alfonso cuando quedó viudo. Mi riqueza, mi belleza, mi linaje, mis buenas costumbres y mi buen trato me llevaron (prostituyeron) hasta el tálamo del rey. Los hados, que implacables todo lo destruyen, me obligaron a pagar tributo a la muerte al mismo tiempo que al rey. Resta treinta años y luego cuatro y sabrás cual fue la era».

Y se mezclan en mi cabeza las palabras del epitafio de Jimena, a salvo en el Museo de León, con las lágrimas ácidas de Nevenka. Han pasado mil años.