El contestador
Pese a que vivimos tiempos deshumanizados en muchos aspectos de nuestras vidas, hay cosas que escapan a todo entendimiento y sentido común. Tanto, que no resulta extraño hablar de la invasión de los contestadores automáticos, esos dispositivos que se presentaron como algo novedoso a finales del siglo XIX y que han ido extendiéndose como la mala hierba hasta inundarlo todo. Empezaron colándose en nuestro móvil sin permiso para saltar con su voz mecánica e impersonal cuando no hay tiempo (o ganas) de descolgar el teléfono. Y cuando te has dado cuenta de que el intruso se ha entrometido en tus asuntos te las ves y te las deseas para sacarlo de tu vida.
La invasión ha seguido extendiéndose, silenciosa, hasta colonizar poco a poco otros terrenos de nuestras vidas y hoy hasta sustituyen a las personas en muchas gestiones cotidianas que han pasado de ser conversaciones entre dos personas a ridículos monólogos entre tú y una máquina que se hace pasar por alguien más o menos educado pero con quien es imposible mantener un diálogo de a dos porque, sencillamente, no es alguien que respira, sino un contestador que muchas veces ni siquiera entiende algo tan sencillo como ‘no’ o ‘sí’ y se dedica a repetir su perorata una y otra vez hasta sacarte de quicio.
Los contestadores tenían una función inicial más o menos inteligente, que podía contribuir a hacernos la vida más fácil, pero como somos especialistas en distorsionarlo todo, les hemos dado el poder de formar parte de nuestra rutina y, claro, como tantas cosas se nos ha ido de las manos.
Ahora los contestadores no sólo infectan tu móvil, sino que se esconden tras una llamada amable a tu teléfono fijo que te hace preguntas y espera el tiempo pertinente de tu respuesta, engañándote, hasta que te das cuenta de que no estás hablando con nadie, sino con una máquina. También gestionan una cita para tu consulta con el médico, para que hagas la declaración de la renta o reserves un billete de tren. Y ya, lo último, para que reserves una velada en un restaurante, donde ya no es posible preguntar si tienen patatas fritas caseras para pedir que te preparen un arsenal porque el contestador no entiende de esas cosas humanas. Una expresión más de la deshumanización actual que te quita las ganas de llamar al restaurante y te da otro motivo para prepararte un bocata de jamón y largarte a disfrutarlo bien lejos de la civilización moderna y su absurdo contestador.